EN LA VIDA DIEZ, EN LA ESCUELA CERO

| 25 marzo, 2013

En estos días, llegó a mis manos un libro que, desde que escuché hablar de él hace varios años, generó en mí un especial interés. En él se presenta el resultado de un programa de investigaciones realizado a lo largo de casi diez años en los años ‘80, por un equipo de profesionales de la Universidad Federal de Pernambuco, en Brasil. Me tomé la libertad de usar su nombre como título para este artículo: “En la vida 10, en la escuela 0”, de Terezinha Carraher, David Carraher y Analúcia Schliemann. 

El proyecto surgió a partir de un interrogante muy puntual: ¿Por qué a tantos niños de las escuelas públicas les va tan mal en las pruebas de matemática? El dato que despertó la curiosidad de los docentes fue que se trataba de muchachos pertenecientes a clases muy relegadas socialmente que eran capaces de resolver con soltura problemas de aritmética comprando y vendiendo en los mercados, pero que no llegaban a aprobar los cursos del colegio. El problema que aparece en escena, y se reitera una y otra vez en el libro, es la diferencia entre la matemática de la calle y la matemática de la escuela, y es el punto de partida para realizar un análisis de las diversas causas de deserción y fracaso escolar.

En el trabajo participaron niños y adolescentes, de 9 a 15 años de edad, quienes respondieron 63 preguntas de matemática en un examen “informal” y 99 en un examen “formal”.

En el examen informal, los participantes eran evaluados en el contexto en que naturalmente resolvían problemas de matemática (en la feria, en los puestos de fruta, junto al carrito de maíz tostado, etc.). El entrevistador hacía preguntas y recibía las respuestas verbalmente. A continuación, les pedía que explicaran cómo habían obtenido ese resultado.

En el examen formal, el examinador les ofrecía lápiz y papel y les pedía que resolviesen las cuentas utilizando los métodos enseñados en la escuela.

Los resultados obtenidos son más que interesantes. En términos globales, de los 63 problemas presentados en el examen informal, 98,2% fueron resueltos correctamente, mientras que en el examen formal apenas 36,8% de las operaciones y 73,7% de los problemas lo fueron.

Una primera lectura de los resultados del estudio es que no existe una única lógica correcta para resolver los cálculos. La escuela nos enseña como deberíamos multiplicar, restar, sumar y dividir; esos procedimientos formales, cuando se siguen correctamente, funcionan. Sin embargo, esos niños y adolescentes demostraron que podían utilizar métodos de resolución de problemas que, aunque totalmente correctos, no eran aprovechados por la escuela. De hecho, al resolver los cálculos mentalmente, sin ayuda de lápiz y papel para anotar los resultados intermedios, estaban mostrando una gran capacidad para superar la situación sin hacer uso de esas “facilidades” del sistema escolar.

Dentro de ese contexto, plantea Terezinha Carraher, el fracaso escolar aparece como un fracaso de la escuela. Y los motivos de ese fracaso los exhibe puntualmente: incapacidad de la escuela para comprender la capacidad real del niño, incapacidad para entender los procesos naturales que llevan al niño a adquirir conocimiento e incapacidad para establecer un puente entre el conocimiento formal que desea trasmitir y el conocimiento práctico del cual el niño, por lo menos en parte, dispone.

Como conclusión final, podríamos decir que los resultados de esta investigación evidencian que esos niños y adolescentes no aprendieron en la escuela lo que necesitaban para resolver los problemas de la vida diaria.

Terezinha y su equipo plantean que, cuando se habla de deserción y fracaso escolar, generalmente se pone un fuerte acento en los factores socioeconómicos. Existen estudios que demuestran que la postergación social genera en los niños deficiencias de distinta naturaleza: a) biológicas (la malnutrición y una salud deficiente en los primeros años de la vida, ejercen un efecto negativo en el desarrollo; b) afectivas (un pobre concepto de sí mismos y los sentimientos de culpa y vergüenza son algunos ejemplos que citan los autores); y c) sociales (los niños que crecen en un ambiente culturalmente deficitario, carecerían de ciertas experiencias cruciales para el desarrollo intelectual).

Otros autores aseguran que la situación social y económica de las clases bajas es tal que los miembros de esas clases no valoran la educación porque no le atribuyen valor práctico y no pueden permitirles a sus hijos el “lujo” de una educación prolongada frente a su necesidad de emplearlos precozmente para contribuir al sustento del hogar.

Si bien no podemos ignorar las consecuencias que estos factores tienen sobre el aprendizaje, cada vez que se habla de deserción y fracaso escolar, se los considera como un fracaso de los individuos o del sistema social, económico y político. Salvo raras excepciones, nunca se considera en los debates la posibilidad del fracaso de la propia escuela.

Si quitamos por un momento la mirada de las escuelas del Estado de Pernambuco y la ponemos sobre las nuestras, ¿con qué realidad nos encontramos?

Hace no mucho tiempo, me tocó como padre informarme acerca del plan de estudios de mi hija en la escuela secundaria. Lo que hallé me sorprendió profundamente. Salvo algunos detalles muy puntuales, se encuentra cursando el mismo plan que yo mismo cursé hace 3 décadas. En ese momento, una pregunta se apoderó de mi mente: ¿tan poco cambió el mundo en los últimos 30 años?

En estos tiempos en que muchos de nuestros jóvenes no saben leer con fluidez, ni escriben adecuadamente, no son capaces de comprender los textos que abordan, ni pueden resolver problemas matemáticos simples, necesitamos una escuela que prepare para la vida.

Poner la meta de 180 días de clase (cantidad) es algo que se puede lograr con la firma de una ley; pero para construir una escuela que provea herramientas para triunfar en la vida (calidad) se requiere una buena cuota de audacia para despojarse de ciertas tradiciones que nos impiden romper con esa inercia, y mantienen a la escuela alejada de la vida.

Es tiempo de atreverse a pensar cuál es la escuela que nuestra gente necesita. Esto implica repensar el currículo, las prácticas, los roles y las instituciones.

No es momento de mirar atrás para repetir viejas recetas sino de tener la valentía que una verdadera reforma educativa reclama. La ocasión demanda abrir la mente al futuro y animarse a explorar nuevas alternativas que tomen en cuenta que vivimos en un mundo que ha cambiado.

Es tiempo de tener coraje para pensarlo y concretarlo.

 

Aníbal Vassalli
Médico
Profesor Universitario
Licenciado en Teología
Rector del Instituto de Educación Superior Centro de Estudios Nueva Vida
Miembro del Cuerpo Pastoral del Centro Cristiano Nueva Vida

 

 

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Categoria: Edición 3 | Educación, entrega 4, Pedagogía

Comments (2)

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  1. horacio says:

    Muy buena nota, hoy me toca ser papá, la verdad. Cuanta falta de amor hacia. Los demás.

  2. Marita Orellano says:

    Muy buena nota, para reflexionar.