ROBO DE ALABANZA

| 17 junio, 2013

Saltamos los dos juntos a cabecear, faltaban sólo dos minutos para terminar un partido de fútbol que había sido jugado con fuerza y garra, esa pelota aérea que caía cerca del arco rival era quizás nuestra última oportunidad de empatar un partido que no queríamos perder. Fui a buscarla con determinación, salté esperando poder hacer el gol que con todos los compañeros de equipo estábamos queriendo, Jorge también saltó, él defendía su arco y lo hizo con la misma vehemencia que yo ponía al atacar.

Ambos saltamos, chocamos y cabeceamos en forma simultánea esa pelota; nada nos distinguía en ese momento excepto que uno quería hacer el gol y el otro deseaba evitarlo. Finalmente la pelota salió fuera, rozando el travesaño; entre lo que tardó el arquero en buscarla y el pelotazo que llegó lejos, se fueron los dos minutos que restaban y allí se nos terminó un partido que habiéndolo tenido casi ganado, cuando al principio estábamos 2 a 0 a favor, terminábamos perdiéndolo 4 a 3.

Nos sentamos todos en el centro de la cancha a charlar y discutir lo vivido, cuando llegaron los primeros reclamos de volver a casa, era la hora de la merienda y todos debíamos retornar al hogar.

A pesar de la derrota, volví con la alegría que me producía el saber que en mi casa tenía una madre y un vaso de leche, dos elementos de trascendental importancia cuando uno tiene alrededor de 10 años; Jorge, aunque ganador en el partido, se fue cabizbajo y desganado, en su casa no había ninguna de las dos cosas.

Su padre era un alcohólico empedernido, Jorge vivía con él y un hermanito más chico en una situación de extrema escasez. Por ese entonces había dos versiones sobre su hogar, una que había muerto su madre por culpa del vicio de su padre, la otra decía que su padre se había vuelto alcohólico al morir su madre. Sea cual fuere la verdad, mi amigo no tenía nada en su casa, a la que mal podía llamarse un hogar.

Ver a los niños sufriendo produce una sensación horrible, caritas que reflejan el dolor de largas e irreversibles penas, muchas lágrimas caídas, abundante desilusión, impotencia ante una vida que les es hostil y seguramente el sueño frustrado que se produce al ver en sus amigos, compañeros de escuela, o en la televisión, que existe una forma distinta de crecer; algo que idealizan y sanamente envidian sin poder acceder a ese ambiente.

Son muchos los países del mundo que contemplan a esos chicos, pidiendo en la calle, comiendo de la basura, expuestos a cualquier tipo de ultraje, sin esperanza y con el riesgo de que en ellos se vaya formando una frustración que en la siguiente etapa de su vida devengue en violencia.

Cuando era estudiante en el Instituto Bíblico Río de la Plata, había que llevar la basura a una quema, para entonces era así como se la reciclaba en Buenos Aires. Durante toda la semana se iban colocando las sobras en unos recipientes grandes y el viernes, día de limpieza general, se las cargaba en un acopladito tirado por una camioneta para llevarlas al basural. Los estudiantes que durante la semana habían hecho algo que mereciera una reprensión eran los encargados de ir a llevar esa basura junto al chofer de la camioneta; aún no logro entender por qué, pero a mí me tocaba no menos de dos veces al mes.

Nunca olvidaré lo que vi en ese lugar, recuerdo en una oportunidad que un grupo de pequeñitos de entre 6 y 10 años vino corriendo a donde estábamos descargando la basura, ocurre que uno de ellos había gritado “aquí hay comida”, y con dolor observé que unos fideos que habían sobrado de nuestro almuerzo  dos días atrás y que habían estado mezclados con el resto de la basura desde entonces, eran comidos con ganas por esas caritas portadoras de la tristeza de andar con un estómago vacío.

Cuando volvía hacia nuestro Seminario no hablé con mis compañeros, me centré en mis pensamientos, mi mente hizo varias veces un replay de las imágenes vividas, de los cuerpecitos hambrientos y sucios, del dolor de su mirada, de la vergüenza que probablemente hayan experimentado mientras los mirábamos, sin saber que nosotros experimentábamos vergüenza a la vez por tamaña injusticia. En ese momento pensé cuantos de ellos más adelante serían drogadictos, ladrones, prostitutas, vivirían situaciones que en realidad no serían peores que las que vivían entonces. Finalmente ¿cuál sería la diferencia para una de esas nenas que dormían y vivían en ese estado, seguramente ultrajadas por personajes viles, llegar, cuando fuesen más grandes a vender su cuerpo a cambio de una comida y un rincón para dormir?, o ¿qué diferencia sería para uno de esos varoncitos dormir entre la basura o en una cárcel?

Y aunque no justifico, ni mucho menos apoyo tales desviaciones, sí las comprendo.

En el siglo VIII A.C., llamado el Siglo de Oro de la Profecía Hebrea, algunos de esos hombres criticaron con crudeza este tipo de desigualdades sociales. Al hablar de los niños el profeta Miqueas dice “a sus niños quitasteis mi perpetua alabanza”, o sea que desde la óptica divina, un niño que deja de reír, es una alabanza de las perpetuas que se pierden.

La responsabilidad, de la frustración de un niño que deja de reír, se constituye en un robo de alabanza a Dios, un delito que visto de esa manera aparece como mayor, o quizás emerja en su verdadera dimensión. Y en esto van juntos los padres alcohólicos, los que abandonan a sus hijos y los que por pensar en satisfacer sus propias pasiones deshonestas se divorcian dejando el dolor marcado en niños que simplemente son víctimas inocentes e impotentes de esta situación.

Esto se suma a la responsabilidad que les cabe a los gobernantes corruptos y a quienes desde el poder de las finanzas internacionales llevan a la miseria y el hambre a tantos niños que ya no ríen. Sin dejar de pensar obviamente en quienes deciden las guerras.

Dios tiene una serie de alabanzas que recibe en su condición de Ser Supremo, los ángeles lo alaban, la Creación lo alaba, la Iglesia lo alaba, pero hay una alabanza que es evidente que Dios tiene muy en cuenta, es la risa de un niño, de un niño feliz, seguro de sí mismo y de su entorno; esa risa franca y contagiosa sube al Trono de Dios. Y Jesús les dijo: Sí; ¿nunca leísteis: de la boca de los niños y de los que maman perfeccionaste la alabanza?”. Es en ellos, y no en los buenos músicos o cantores, donde para Dios se perfecciona la alabanza y cuando un mayor, motivado por la causa que fuera, quita la felicidad de un niño, le roba a Dios su perpetua y perfeccionada alabanza.

No por nada en el relato de los evangelios, Jesús intercala, hablando de los niños, aquello de que “cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mí mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar”, y dijo esto tras decir “cualquiera que reciba en mi nombre a un niño como este, a mí me recibe”.

Durante nueve años, los de la tragedia económica de la segunda mitad de los ´90 y principios de este siglo, en la Iglesia donde pastoreamos con mi esposa abrimos un comedor para niños carenciados. Nuestra congregación está en un clásico barrio de clase media en la Ciudad de Buenos Aires, pero entremezclado hay situaciones de familias con necesidades básicas insatisfechas y esos niños ven en el barrio y en sus compañeros de escuela una realidad que no poseen. Recuerdo a una nena que se descomponía al comer pues su estómago no estaba acostumbrado a recibir comida, sólo algún vaso de leche en la escuela; hubo que enseñarle a comer, acostumbrarle el estómago a lo sólido, hasta el día que una asistente social del Estado dijo que estaba excedida de peso.

Hemos visto llegar ojitos tristes, caminando escondidos detrás de su madre, con la esperanza que se les diera una vacante para el comedor, allí el amor de los que trabajan y la misericordia multiplicadora de Dios hizo que tuvieran lo necesario; en ocasiones pasaba al mediodía por allí, veía sus caras felices, risas agradables, entonces cerraba los ojos dentro del templo desde donde se veía el comedor, iba con mi mente al culto del domingo donde los músicos, el coro de apoyo y la congregación alaban y luego regresaba al comedor y, para mis adentros, pensaba “la del domingo suena más armoniosa Señor, pero creo que tú disfrutas mucho más esta alabanza que te había sido robada y pudimos recuperarla”.

 

Rodolfo Polignano
Pastor en el barrio de Colegiales de la Ciudad de Buenos Aires
Unión de las Asambleas de Dios
Profesor del Instituto Bíblico Río de la Plata durante 30 años
Escritor y maestro se especializa en Homilética
Bajo su ministerio pastoral se levantaron 12 nuevas congregaciones
Sirvió muchos años como presidente de Evangelismo de la Unión de las Asambleas de Dios

 

 

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Categoria: Edición 4 | Iglesia y Sociedad, entrega 7, Reflexiones

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