CUANDO DIOS LLAMA

| 27 enero, 2014

Es un alto honor para mí colaborar en este artículo con el Pastor Pablo Gomelsky, a quien conozco desde chica. Nuestros padres eran pastores y compañeros de la misma Misión. Su madre, Margarita, estuvo junto a mí el día que operaron a mi hermanito del corazón; por lo cual este relato toca mis fibras más hondas. (Mimi Agostino)

Cuando en el mes de enero del año 1998 esa puerta de metal se abrió delante de mí y dubitativamente salió el médico supe por su cara que el panorama sobre la salud de mi padre era sombrío y que inexorablemente estaba en los umbrales de la recta final. Un escalofrío me recorrió por entero, por un momento deseaba con todo mí ser que ese doctor no pronunciara palabra, pero luego de mirarme por unos momentos dijo: “A tu papá le quedan pocos días. Ya hicimos todo lo que teníamos que hacer. La muerte en estos casos es inevitable… lo siento mucho”.

Salí de ese lugar angustiado, desolado, destruido, me subí al auto y comencé a andar sin rumbo. Otra vez la muerte acechaba despiadada. Recordé que la primera vez que ella me había rozado; había sido en Paraguay cuando me habían dado por muerto en el accidente en que fallecieron en la ruta el pastor Miguel Díaz y su acompañante. Yo tenía que haber viajado en ese auto. Me había subido al coche, acomodado mi equipaje, sin embargo el hermano Miguel Díaz me obligó a bajarme sin darme ninguna explicación. Nadie vino a justificar, dilucidar, y definir lo que cabalmente había sucedido ese día. Simplemente Miguel me dijo firme y contundente: “Pablo, bajate. Vos no vas a viajar. No quiero que viajes”. Sin dar más explicaciones ellos salieron rumbo a Argentina y yo me quedé con mi bolso en mano viendo como desaparecían ante mi vista. Esa noche me fui a dormir con bronca. Al otro día: yo estaba vivo y ellos muertos. ¿Por qué yo seguía vivo? ¿Quién me lo podía explicar?

Tenía veintitrés años cuando la muerte tuvo su segunda ocasión de asomarse y darme la mano. Fue en el accidente de moto en el que tuve doble fractura de cráneo y paro cardiorrespiratorio. Luego de días y días en estado de coma me desperté loco, violento, y totalmente desquiciado. Sin embargo algo me trajo a mi centro. El paramédico que me realizaba tres veces por semana tomografías computadas me dijo un día: “pensar que vos llegaste a esta clínica totalmente muerto, sos un milagro”.

Al bajarme de la camilla me arrodillé delante del enfermero en actitud de agradecimiento a Dios por ese prodigio y me invadió una presencia poderosa, el bautismo de fuego del Espíritu Santo me llenó y me desbordó en ese momento. Era la primera vez que tenía esa experiencia a pesar que ya había hablado en lenguas. Eso era plenamente nuevo y extraordinariamente hermoso. Quería más. Sin embargo el interrogante seguía vigente: ¿por qué seguía vivo?

Pero al salir de la clínica y recibir el informe médico respecto de mi padre yo sabía que esta vez la muerte no pasaría de largo. Y la respuesta era obvia, muy obvia: el Obispo David Mena Ahumada. ¿Quién era David Mena Ahumada? Un hombre clave en mi vida.

Recuerdo que yo todavía estaba soltero, trabajaba en Canal 9, con mucho mundo y mucho dinero en mi haber. Llegó un pastor Obispo, desde Chile, a mi casa. Luego de hablar con mi padre algo confidencial, mi padre me comunicó: “Pablo, el obispo desea hablar con vos en privado”. Inmediatamente yo razoné: “El obispo debe necesitar plata”, así que tomé las tarjetas de crédito, dinero en efectivo y me dirigí a la reunión con el Obispo David Mena. Sorprendentemente el obispo inició la conversación diciendo: “Pablo, yo he venido desde Chile a decirte que Dios te llama al pastorado”. Sin nada más que agregar yo le respondí: “ah, ¿sólo eso? ¿Eso sólo quería usted Obispo?”. Entre mí me preguntaba “¿no querrá dinero? ¡Qué raro venir de Chile solo por esto! Sí, me sorprendió que al día siguiente el Obispo David tomara el avión rumbo a Chile. Había venido sólo por mí y para decirme lo que me dijo.

La segunda oportunidad en que vi al Obispo fue en una reunión en Buenos Aires, ya estábamos casados con Mariana. Esta vez en medio de la reunión, él la interrumpió y nos llamó al frente a Mariana y a mí. Nos habló de parte de Dios y nuevamente: “El Señor los llama a ambos a servirlo en la tarea pastoral”. Esta vez éramos dos los incrédulos. Mariana se sumó, dado que una de las tantas cosas que nos habíamos escrito mutuamente en un acuerdo para casarnos estaba la cláusula que había colocado Mariana de su puño y letra: “yo no me voy a casar con un pastor”. Ese momento profético pasó, el obispo se fue y seguimos adelante con nuestra vida. A pesar que todo giraba en torno a la hermandad y de amar profundamente la obra del Señor.

Pero, aquí estaba yo arriba de ese auto saliendo de la clínica. Con el penoso augurio que mi padre moriría. ¿Por qué no podía creer que mi padre sanaría? Si yo había visto miles de milagros. ¿No me había formado yo al lado de Yiye Ávila y Carlos Annacondia? Tenía razones de sobra para creer en milagros. Eso hubiera podido ser posible si no hubiera sucedido que unos pocos días atrás hubiéramos recibido la tercera visita del Obispo Mena pero esta vez sus palabras resonaron contundentes: “Pablo, en treinta días tu padre parte con el Señor, su vida y servicio se terminan en la tierra. Acepta el pastorado que Él te ofrece”.

Esta vez me exasperé un poco, porque esas palabras habían venido justo en el mejor día cuando los médicos nos habían anunciado que el cáncer estaba casi controlado. Dentro mío pensaba “¡Qué persistente que es este chileno!”. Pero, indefectiblemente, nadie tuerce lo que Dios determinó.

Cuando llegué a casa tenía la obligación de hablar con mi madre, con mi hermana y con cada uno de mis hermanitos: “Papá nos deja… papá se va”. Llanto y lágrimas para decir adiós. ¡Cuánto lo había disfrutado en este último tiempo! Planes, viajes, objetivos alcanzados junto a él. Era para agradecer también. Y tal lo profetizado por David Mena Ahumada a los treinta días justos mi padre partió a la presencia del Señor.

Mientras la tierra caía firme sobre el féretro al enterrarlo, junto a él, con tanto dolor, se iba esa etapa de mi vida. Mi interior me decía que también quedaba sepultada esta parte de mi propia historia. Se cerraba definitivamente este capítulo. No había vuelta atrás. Pero una cosa era cierta: ya había dado mi gran sí a este Dios que me llamaba desde lo eterno a servirle en este efímero presente.

Recién sabía el verdadero por qué no me había muerto en la ruta paraguaya junto a Miguel Díaz. Ni en aquel accidente de moto. Mi vida tenía un propósito: había dos congregaciones, decenas de pastores de la asociación que mi padre había fundado, pero principalmente estaban las almas que cada día me cautivaban más y aunque no tenía idea como continuar con esa obra. Aquel que me había llamado si lo sabía.

Fue ese conocimiento y la firmeza que sólo da el llamamiento lo que hizo que prevaleciera cuando me dejaron todos los colaboradores, diáconos y obreros.

Fue la confianza que da el saber que Aquel que llama a su obra también la sostiene, la que hizo que persistiera cuando en las reuniones de los días jueves fuéramos solamente dos: mi amada esposa Mariana y yo.

Fue la sustentación de la palabra “Sígueme” la que me hizo insistir cuando todos se fueron y me dieron la espalda.

La vida siempre triunfa sobre la muerte y como dice el poeta “lo que el árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado”. Los frutos que hoy se dejan ver simplemente es la resultante de este duro proceso por el que Dios nos prueba para que no nos enseñoreemos de su obra.

Seguir a Cristo es duro, Él LO PIDE TODO, pero si te llamó, sólo si Él te llamó, ten seguridad en la convicción de que también LO DA TODO.

 

Pablo Gomelsky
Pastor de la Iglesia Mensaje de Salvación
Presidente de la Asociación Mensaje de Salvación

 

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Categoria: Biografías, Edición 8 | Iglecrecimiento, entrega 4, TESTIMONIOS E HISTORIA

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