PRINCIPIO DE IDENTIDAD

| 1 septiembre, 2014

Decía la poetisa Italiana Alejandra Pizarnik que no hay “nada más intenso que el terror de perder la identidad”.

Una vez más nos enteramos de una nueva nieta encontrada, la número 115. Ella ya no tiene a la abuela militante que la esperaba para recibirla. En cambio, una gran parte de la sociedad argentina que aclama este principio de identidad, o al decir del Evangelio en palabras de Jesús, “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Ellos dijeron: Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías, o alguno de los profetas. El les dijo: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” (Mateo 16.13-16)

¿Quién dice hoy que es esta nieta recuperada? ¿Desde dónde ella vuelve a ver su identidad? Tema complejo en lo emocional, afectivo y también en lo político, en el marco ideológico que esto implica para una sociedad tan nueva como la nuestra -apenas celebrando 200 años de vida como país hace pocos años- que sigue buscando parámetros desde donde pararse frente a la historia propia y la de los demás países de América Latina.

Desde el texto de Romanos hay otro dato insoslayable con respecto a nuestra construcción de identidad, que tiene que ver con nuestra propia “conformación” como seres humanos dentro del mundo donde vivimos.

En una de esas tiras humorísticas continuadas que ya venía de días anteriores, estaba Clemente jugando el rol de una especie de consejero y la persona con la que estaba hablando le decía que tenía muchas problemas económicos, que el dinero que ganaba no le alcanzaba y que pasado el día 15 de cada mes tenía que hacer grandes esfuerzos para sobrevivir. En ese momento, Clemente lo interrumpe bruscamente y le dice “Pero, por fin…”. La persona queda sorprendida, sin saber qué decir y entonces Clemente, sin inmutarse, continúa “…por fin usted comienza a ser una persona normal”. El chiste gira en torno al doble sentido de la palabra normal, doble sentido que es fruto de la ambivalencia con que usamos esta palabra.

Porque quien más, quien menos, trata de ser normal, de hecho por ejemplo nos vestimos de determinada manera o nos saludamos de acuerdo a pautas determinadas. No nos sentiríamos nada bien, si alguien se parara delante nuestro y nos dijera: “Mirá, tú eres un anormal”.

¿Qué es lo normal? Decimos que una persona o una conducta es normal cuando la llevan a cabo la mayoría o al menos un número significativo de personas dentro de una comunidad.

Es más, la cultura en la que vivimos tiende muchas veces a aislar o a rechazar a la gente “diferente”. Pero más allá de las costumbres, no estaría nada mal si nos preguntásemos si lo normal es lo bueno, si lo normal es necesariamente lo mejor. Por ejemplo, podríamos decir que es normal que una persona, especialmente en invierno, tenga una gripe o un resfrío, es normal que alguien en algún momento de su vida tenga caries. Pero ningún médico competente afirmaría, contemplando a su paciente tirado en la cama con 39º de fiebre, que esa persona goza en ese momento de buena salud, ni un odontólogo diría que su paciente con varias caries posee una dentadura perfecta.

La sociedad y la cultura establecen una pauta ideal a la que las personas deben ajustarse. La conducta de los individuos se acercará o se alejará de ese mandato cultural.

Pensar la normalidad, entonces, desde lo estadístico supone un criterio vinculado a lo que la mayoría hace, partiendo del hecho de que lo que esta realiza está relacionado con una pauta social. Definir lo normal desde lo estadístico supone saber lo que la cultura espera (o tolera) de las personas.

Pero hablar de pauta ideal, de mayor o menor proximidad respecto a la pauta ideal o esperada, nos hace ver que el criterio de normalidad incluye conceptos de valor. Pero lo que es aceptado por todos -o por la mayoría- no es suficientemente considerado desde una perspectiva crítica.

 

Probablemente, en esta problemática estaba pensando el Apóstol Pablo cuando escribiéndole a los Romanos les decía: “No os conforméis a este mundo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento para que comprobéis cuál es la voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Romanos 12).

Conformarse es la aceptación pasiva a algo o a alguien, pero también nos trae la idea de formarse con. Sería aceptar una forma así como se adapta la masa a un molde que le dará forma a una comida determinada. Es eso justamente a lo que el Apóstol apunta.

¡Cuántas interpretaciones han sufrido textos bíblicos como este!

A raíz de esto muchos vivieron la fe cristiana como un retirarse del mundo o de las problemáticas de la sociedad.

Por el contrario, es el mundo el escenario para poner a prueba esta actitud cristiana, donde el no conformarse se hace patente. Seguramente Pablo tenía en mente al decir esto a la persona de Jesús. ¿Quién sino Él vivió este “no conformarse” como una condición indispensable para andar conforme al Reino de Dios? Y porque vivió como vivió, hizo lo que hizo y fue a la cruz. Es que la muerte de Cristo nos muestra que la salud de Dios, que la vida de acuerdo al Reino de Dios, es irritante para la normalidad humana.

El apóstol Pablo continúa este pasaje: “Transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento para que comprobéis cual es la buena voluntad de Dios agradable y perfecta”. Para no conformarse a este siglo no hay que aislarse, hay que convertirse.

Una nueva manera de pensar, nuevos impulsos en la dimensión del sentir, un nuevo y necesario estímulo para la acción.

Hay un proceso de crecimiento en la vida del creyente, indispensable, que debe estar encaminado por la presencia del Espíritu que dinamiza esa fe y la pone en acción. Si este proceso no es permanente, la vida cristiana se torna chata y limitada.

“Presentad vuestro cuerpo en sacrificio vivo, santo, que es vuestro culto racional”. No se trata solo del culto de los domingos. Se trata de la vida mirada en sí misma como un acto de adoración cotidiana. Para esto también existe la iglesia. No es casual que a renglón seguido que habla de no conformarse a este mundo, surja el tema de la iglesia.

La iglesia es la comunidad de los que no se conforman a este siglo, la comunidad de los que ya empezaron a vivir este nuevo tiempo de Dios, la iglesia es la comunidad de los convertidos que están en el proceso de la conversión. Por eso el proceso de conversión necesita también de la experiencia de comunión.

Vivir en un mundo con modelos que niegan la presencia del Reino y que se meten en nuestra conducta sin que nos demos cuenta, hace difícil crecer en los valores del Reino aislados de otros creyentes que buscan lo mismo.

Por eso Pablo propone la conversión en relación con la comunión en un contexto de adoración. Para Pablo lo que legitima el culto (como “servicio”) de la comunidad es el culto cotidiano que se vive en este “no conformarse a este mundo” haciendo de nuestro cuerpo un viviente visible de tal adoración. Aquel que nos dio la vida, recibe de nosotros la vida como un acto de entrega. Se trata de entregar el cuerpo. Muchos quieren entregar el Espíritu, pero no se mueven de donde están ni evolucionan.

Para Pablo, el verdadero culto es la ofrenda del cuerpo, y de todo lo que se hace diariamente con él, a Dios. Es decir, adorarle realmente es ofrecer a Él la vida de cada día, en la fábrica, en la escuela, en el negocio, en la familia, “no conformándonos a este siglo”. Por eso, la idea de la iglesia como cuerpo vuelve a aparecer en este párrafo en forma práctica e integrada como ya había aparecido en otras cartas.

Volviendo a Jesús entonces, su pregunta de “¿quién dicen ustedes que soy?” es una pregunta que nos remite inevitablemente al afuera, al otro distinto en el cual nos miramos para saber dónde estamos, quiénes somos y por qué somos lo que somos.

La identidad de cada uno de nosotros en un constructo -construcción permanente- que se realiza en diálogo con los demás… así como esta nueva nieta encontrada comienza una nueva etapa de identidad en función de una historia familiar, barrial y nacional y comienza a redefinir seguramente búsquedas y entornos, así también, el Evangelio nos devuelve a un principio de identidad necesario para saber en dónde estamos y hacia dónde seguimos.

Así como nadie construye su identidad en el vacío, nadie tampoco construye una idea de Jesús desde el aire, sino en el entorno de la comunidad de fe testificante que, para ayudar al mundo y su problemática, interviene en el mismo, siendo sal y luz para los que no lo conocen. En ese camino vamos, en ese camino estamos cuando aceptamos el desafío de ser interpelados por Jesús y nos repregunta, ¿y ustedes quiénes dicen los otros que son?

 

 

Leonardo D. Félix
Pastor de la Iglesia Evangélica Metodista Argentina
Comunicador
Director Continental de la Agencia Latinoamericana y Caribeña de Comunicaciones
Director Nacional en Comunicaciones de APINTA (Asociación del Personal de INTA)

 

 

 

 

 

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Categoria: Edición 12 | Iglesia y Política, entrega 1, SOCIEDAD, Sociología

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