UNA CONVOCATORIA IRRESISTIBLE

| 4 mayo, 2015

Un día, el aguerrido predicador decide realizar una convocatoria, mediante una carta personalizada, escrita de su puño y letra. Iba dirigida a cada uno de los antiguos miembros que habían olvidado el placer de buscar juntos a Dios, como congregación, los domingos por la mañana en la clásica capilla con techo a dos aguas.

La circular, no era una invitación a celebrar un aniversario ni tampoco convocaba para una conmemoración religiosa. Al leer aquel comunicado, resultaba fácil advertir que el clérigo no invitaba a ninguna fiesta.

La misiva fue distribuida casa por casa, al anochecer, el mismo día de emisión y anunciaba, para la jornada siguiente, muy temprano de mañana, la realización de un importante funeral en la sede del templo.

Pese al enigma, la esquela adelantaba que iba a ser de gran impacto conocer la identidad del muerto pero, no aclaraba o siquiera insinuaba; quien era el “fallecido”. No obstante, la carta advertía a cada destinatario que el occiso era una persona muy conocida y entrañablemente querida por cada receptor.

Esta falta de datos, por supuesto, aumentaba la expectativa hasta transformarse en una ansiedad casi incontrolable.

La emergencia del velorio sucedía curiosamente, un domingo desde las primeras horas de la mañana.

La escena del funeral lucía con los clásicos ornamentos y tradicionales símbolos de pesar. Ni bien arribaban a la puerta del templo, un penetrante olor a flores, anunciaba la existencia de coronas y palmas. Aquel aroma otorgaba al ambiente, el marco correspondiente a un ritual de póstuma despedida.

Nadie, absolutamente nadie de los notificados, faltó a la cita. La membrecía en pleno enfilaba rumbo al cajón, ubicado en el fondo del templo, a escasos metros del púlpito.

Una silenciosa fila india de feligreses, con gesto adusto y ojos bien abiertos, que dejaban trasuntar una irresistible curiosidad, se dirigía con paso contenido a descubrir quién era el desafortunado hermano que había partido con el Señor.

Los escasos metros que comprendían la arcada de la puerta y el fondo de aquel salón, representaban un recorrido casi interminable.

Por fin, los ojos de todos, al momento de mirar al interior del féretro, se abrían de par en par. Una palidez abrupta y casi sepulcral brotaba en cada rostro.

En el devenir del relato, surge inevitable la pregunta: ¿quién era aquel muerto capaz de provocar semejante reacción en los asistentes al funeral?

Al mirar en el interior del ataúd, cada uno podía comprobar que; tan sólo había, en lugar de un cadáver, un amplio espejo. Al hincarse para revelar la identidad del muerto podían ver reflejada, con patética perplejidad, su propia figura.

Al meditar en esta pequeña historia, nos preguntamos: ¿cuántos gustan de “celebrar funerales” de otros y estigmatizar a hermanos como “cadáveres espirituales” en algunas de nuestras iglesias?

¿Cuántos hay que parecen auscultar la vida y el latido del alma de las personas, dando la espalda a la iglesia por enojos, ofensas y rencores, sin contemplar jamás su propia cara y estado espiritual?

¿Cuántos mantienen, como único signo vital de conversión, la facultad crítica de veteranos creyentes? ¿Cuántos hay que, en imperceptible agonía, conservan tan sólo la “capacidad de análisis”, auto proclamándose como termómetros de la salud de la iglesia y le dan la espalda al cuerpo de Cristo?

Ninguno de ellos comprende que, en esa ausencia, día tras día, aún creyendo presenciar el funeral de otros “seres imperfectos llenos de falencias”, se aproximan al momento en que verán, frente al espejo de Cristo, en forma cruda y descubierta; su propia cara.

 

 

 

Alfonso González

Alfonso González
Lic. en Comunicación Social, Universidad Nacional de La Plata.
Profesor de Postgrado en Universidad CAECE de Capital Federal.
Instructor Gubernamental de la Provincia de Buenos Aires.
Especialización postuniversitaria en “Gestión Pública” de la Universidad Nacional de Tres de Febrero.

 

 

 

 

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Categoria: Edición 15 | ¿Me asocio o me aíslo?, entrega 1, PASTORAL, Pedagogía

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