CUANDO SE FUE MI VIEJO

| 22 junio, 2015

He tenido una vida difícil con un final muy feliz pero, para disfrutar las distintas secuencias de un derrotero “emocionante”, es bueno siempre recordar los momentos más dramáticos. Rememorar nuestras tragedias, nos permite mensurar y “gustar” los instantes de solaz. Por eso escribí este soliloquio.

Lo perdí de vista como un beduino ve disiparse un oasis en el desierto.

Dejé de oír su voz muy pronto; apenas tenía yo seis años. Rápido comprendí, que el sol ya no alumbraba ni calentaba tanto; que la música ya no era la conjunción de la armonía, ni la alegría significaba el único estado de ánimo que concebía.

Comencé a comprender que “las escondidas”, “el ladrón y el policía”, la “payana” y los partidos de fútbol ya no eran tan divertidos. Aunque jugara con muchos chicos y estuviera en medio de la barra del vecindario, incomprensiblemente, me sentía solo. ¿Qué había pasado? Todo era un sentimiento extraño y comenzaban a asomarse los tenues destellos de esa ventana que me empujaba a percibir, sin piedad, la vista panorámica de un nuevo mundo. Empecé a notar que su mano tomando la mía ya no estaba y así había quedado en mi palma, un profundo y frío hueco.

Cuando se fue mi viejo, sentí primero una brisa inquietante que fue creciendo hasta que de pronto, se transformó en el frío tétrico de un silencio tenso llamado desamparo y en esa frigidez del alma conocida como tristeza.

Se fue mi viejo y con ello, gran parte de mi identidad se destiñó de golpe. El gran espejo de sus ojos en el que me veía gigante, fuerte e imparable, se fue empañando. En vano, intenté refregar con las mangas de mis camisas para ver siquiera la difusa semblanza de su mirada. Él, y no entendí por qué, ya no estaba. Pero, si él no estaba ¿Quién era yo entonces? ¿Quien era el que estaba allí, sí ya él no estaba? Quería ser el mismo pero no; aquel no podía ser el mismo.

Es que ya no había quien me inventara. Ya no tenía ideas ni fuerzas para erguirme y sacar pecho.

Es que, yo fui “lo que me dijo mi viejo que era”. Había muerto el arquitecto de la obra sin terminar su construcción y sin dejar los planos. Sí, yo me la creí o mantuve eso que llaman autoestima, hasta cierto tiempo pero… ¡tantos!, sí ¡ay tantos!, me dijeron que yo no era aquello que, me lo creí para siempre. Y así sigo, convencido hasta el hartazgo.

En medio de cierto silencio y algunas penumbras, suelo evocar aquel ser que inventó mi viejo pero, que un día, se fue para no volver. El final estaba cantado. ¡¡¡“Dormido”!!!! me dijeron en el cruel rincón del patio del colegio y… tenían razón. Yo estaba dormido; soñando con volver a encontrarme con el genio capitán de mi “yo”. Ya no reía ni hacía reír; sólo sabía inspirar burlas. Es que Alfonso era eso, un “dormido”. Un canto melancólico al sueño.

Sí, ya se habían “dormido” los besos y los abrazos de mi viejo y ahora, el escalofrío de la espera inerte me habían abrazado para siempre. Siempre esperando o, siempre huyendo, en búsqueda de aquello ya no recuerdo qué era. Ellos, los chicos del colegio, tenían razón, ya se habían dado cuenta que el pibe vivaz y arrollador se había dormido para siempre. Yo, ya no estaba, el que estaba era otro; un ser difuso e indefinido que luchó por continuar con la inercia de aquellas caricias y aquellos besos.

Yo, a los siete años, me alejé para siempre y aunque “me continué buscando”, solo me hallé estampado y muy difuso, en el cruel rezago de un recuerdo.

Tras partir mi viejo, yo ya no podía casi moverme ni hablar, porque, sencillamente, no sabía QUIEN era el que debía actuar. ¿Sería aquel intrépido mimado de mi padre o aquel marinero mareado, que quedó varado en medio de un abrupto destierro?

Tras morir mi padre, yo no cambié tanto mi aspecto, quizás la palidez de mi cara algo anunciaba pero, por dentro, ¡ay por dentro! El jardín de mi alma se transformó en un desierto. Tenía la misma cara pero, ya no lograba ni aspiraba a ser el pibe atorrante y atrevido, capaz de reír y hacer reír hasta el cansancio.

El vestigio de la dulce primera infancia, me lo fui gastando en recurrentes melancolías y nostalgias. Es que, al no cabalgar en sus hombros, debí “bajar a tierra” y noté que el suelo, el suelo estaba muy frío.

La realidad de aquel niño estridente y arrollador, quizás haya sido sólo una fantasía, un sueño. Ojala haya sido así porque, de ese modo, la historia que sigue no ha sido una pesadilla.

 

Alfonso González

Alfonso González
Lic. en Comunicación Social, Universidad Nacional de La Plata.
Profesor de Postgrado en Universidad CAECE de Capital Federal.
Instructor Gubernamental de la Provincia de Buenos Aires.
Especialización postuniversitaria en “Gestión Pública” de la Universidad Nacional de Tres de Febrero.

 

 

 

 

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Categoria: Edición 15 | ¿Me asocio o me aíslo?, entrega 8

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