GEOLOCALIZACIÓN: ¿COMBATIR LA PANDEMIA O CONTROLAR A LA SOCIEDAD?* (Parte 1)

| 26 octubre, 2020 | Responder

Necesitamos un pensamiento apocalíptico en el sentido literal de la palabra: la revelación, es decir des-cubrir aquello que estaba cubierto y así permitirnos el acceso a la verdad al levantar el encubrimiento.

Hay un enunciado que comienza a escucharse con sospechosa insistencia: “la nueva normalidad” que va unida, cada vez que alguien la pronuncia, a otras palabras algo más alambicadas como “geolocalización”, “big data” y “digitalización algorítmica”.

La pronuncian desde las altas esferas de la política en diversos países, se la escucha en los medios de comunicación como si fuera un mantra que afirma la inexorabilidad de prácticas individuales y colectivas asociadas a tecnologías virtuales que delinearán nuestras vidas desde el fin de la pandemia, la multiplican desde las redes sociales ciudadanos que imaginan que estamos entrando a un tiempo nuevo en el que nada será igual al pasado, la deslizan por sus infinitos canales las grandes corporaciones tecno-digitales –y sus ceos estrellas de un mundo de fantasía que ha pasado a ser “nuestra realidad”– que saben que ellas son las ganadoras de esta época y las que delinearán no sólo nuestro aquí y ahora pandémico sino la dinámica y las formas del futuro inmediato.

Lo cierto es que pocos explicitan qué significa esa “nueva normalidad” aunque muchos intuyen que traerá aparejados cambios exponenciales en nuestro modo de vincularnos socialmente, en las formas del trabajo, en las prácticas educativas, en la manera de expresar nuestros afectos y hasta nuestra sexualidad, en los entramados públicos que dejarán de ser cajas de resonancia para que las multitudes manifiesten sus acuerdos y sus disensos con gobiernos y políticas económicas, sociales y culturales dejando que eso lo hagan las plataformas digitales que reemplazarán a los cuerpos en las calles y plazas por chats masivos, polifacéticos, multiformes, tribales donde lo virtual reemplace a lo material, donde el flujo constante de información sea el núcleo de toda forma posible de participación y donde un algoritmo me encierre especularmente –en tanto individuo– haciéndome creer que viajo por una geografía abierta y plural mientras, en verdad, no salgo de mi habitación forrada de espejos en los que sólo veo replicadas imágenes de mis obsesiones, mis deseos, mis prejuicios, mis fantasías y de aquellos que las comparten (¡bienvenidos a los guetos virtuales!).

Una nueva vuelta de rosca a la desocialización que se profundiza y se multiplica por doquier, pero ahora bajo el amparo de la promesa digital que viene a ofrecernos, con las características propias de sus tecnologías “amigables”, los “paraísos artificiales” que han constituido, desde los tiempos de Baudelaire y de la Revolución industrial, la fantasía de las masas de consumidores que siguen agolpándose a las puertas de la utopía capitalista. Una utopía que ya no tiene nada nuevo para ofrecer salvo la repetición de las viejas recetas bajo condiciones cada día más próximas al desastre social y ambiental. Es la humanidad la que hoy se ve apremiada por el agotamiento de los tiempos y las oportunidades para invertir el orden de las cosas. Caminamos por un desfiladero cada vez más angosto.

Nada más alejado de la realidad que un microcosmos confundido con el universo que replicará mis fronteras intelectuales y mis limitaciones éticas y culturales haciéndome creer que mis posibilidades son ilimitadas y mis alcances cognitivos cada día mayores.

Pero muchos de nosotros teníamos preocupaciones. Sobre la seguridad, la calidad y la inequidad de la telesalud y las aulas en línea. Sobre autos sin conductor que derriban peatones y aviones no tripulados que destrozan paquetes (y personas). Sobre el rastreo de ubicación y el comercio sin efectivo que borra nuestra privacidad y afianza la discriminación racial y de género. Sobre plataformas de redes sociales sin escrúpulos que envenenan nuestra ecología de la información y la salud mental de nuestros hijos. Sobre «ciudades inteligentes» llenas de sensores que suplantan al gobierno local. Sobre los buenos trabajos que estas tecnologías eliminaron. Sobre los malos trabajos que producían en masa.”1 Prolongar estas sospechas más allá de la pandemia se convierte en una necesidad imperiosa frente al peligro de una siliconización de nuestras vidas.

Ya no se trata de una alerta pensando en un futuro lejano que se mostraba rodeado de oscuros nubarrones que no terminábamos de descifrar con nuestros catalejos modernos cuyas lentes están cada vez más ahumadas.

Ahora experimentamos, en nuestras cotidianidades enclaustradas, lo que desde hace algunos años viene invadiendo sistemática e impetuosamente cada esfera de nuestras vidas. De Blade runner a Matrix las distopías cinematográficas y los cómics que les dieron desde siempre guiones sorprendentes se han vuelto parte de nuestro paisaje y las series de las distintas plataformas que nos alimentan bulímicamente en medio de la cuarentena reproducen, hasta el hartazgo, ese mundo que está a la vuelta de la esquina, que ya se ha metido en nuestros hogares, en nuestros cuerpos y en nuestros trabajos.

Que articula nuestros vínculos y le da forma presente a nuestras pesadillas. En este sentido, no deja de sorprender la velocidad con la que naturalizamos lo que vino, en un principio, a conmover nuestras certezas y nuestro modo consumista de vivir. El Covid-19 pasó de ser el emergente de una crisis de proporciones inéditas a convertirse en una molestia que las sociedades quieren dejar atrás lo más pronto posible y negando sus consecuencias y su persistente amenaza. De la euforia crítica de los primeros meses donde nadie se callaba, a una cierta resignación que opera como una anestesia que adormece nuestras reacciones y rechazos a un sistema causante de los padecimientos sociales y planetarios. La consumación de la tragedia sería, precisamente, hacer de cuenta que ya hemos dejado atrás el peligro pandémico y que otra vez podremos volver a nuestras rutinas de siempre.

El capitalismo ha sido, y sigue siendo, un sutil mecanismo que funciona como devorador de la memoria haciendo que vivamos el aquí y ahora como la única referencia temporal, como el escenario que ocupa la totalidad de nuestras existencias convirtiendo al pasado en una simple mercancía cultural de rápida y fácil digestión.

Klein no nos alerta respecto a lo que puede llegar a suceder. Nos señala lo que ya sucede alrededor nuestro, lo que convive con nosotros dándole una dimensión monstruosa al semiocapitalismo2 del que hablaba Bifo Birardi3. La más radical de las abstracciones modelando virtualmente la materialidad de vidas automatizadas mientras unas pocas corporaciones multiplican astronómica y pantagruélicamente sus ganancias y su capacidad de fuego. Mientras Berardi nos ofrece un paisaje desolado y un horizonte diseñado desde y para las corporaciones digitales que dejarán al sujeto vacío y replicando una obediencia simulada bajo la apariencia del goce; Naomi Klein busca no dejarse atrapar por ese agujero negro que todo lo devora. Ella vislumbra ese resquicio por el que se vuelve posible interrumpir ese destino sellado que pareciera traernos el semiocapitalismo. Describir la escena del presente no para asumir la fatalidad de aquello que se vuelve inmodificable, sino como un proyecto integral que, para combatir más y mejor al enemigo, debe ser capaz de pensarlo, de entenderlo, de analizarlo y de imaginar las rebeldías y las alternativas capaces de recuperar el mundo que nos ha sido sustraído.

El capitalismo ha sabido, hasta ahora, aprovechar cada una de sus crisis para ampliar su poder bajo la forma de una mayor concentración y desplegando la “destrucción creativa” como herramienta capaz de remover las estructuras “obsoletas” que frenaban su expansión ilimitada. Una vez más los poderes reales buscarán presionar con una intensidad rayana en el sadismo a sociedades exhaustas y atemorizadas que lo único que querrán, así lo imaginan desde las usinas del establishment donde se diseñan las estrategias de la “nueva normalidad”, que les garanticen una servidumbre sin el abismo del desempleo y la indigencia(4).

Sospecho que volveremos a encontrarnos con la oleada de movilizaciones populares que sacudieron en los últimos años gran parte del planeta como respuesta al agotamiento del modelo neoliberal y que crecieron de modo exponencial durante el 2019; desmintiendo, tal vez, la lógica resiliente que es impulsada desde los dispositivos biopolíticos como un modo de “adaptar” a los individuos a la “nueva normalidad” que no hace otra cosa que prometer la continuidad de lo mismo. En medio del arrasamiento pandémico se abren distintas alternativas que entrarán en conflicto en un futuro cercano.

Por lo cual, lo que necesitamos es un pensamiento apocalíptico de lo que es la política de hoy día, en el sentido literal de la palabra: apocalipsis significa revelación, es decir, in-cubrir/des-cubrir aquello que estaba cubierto y que, así, permite el acceso a la verdad en el mismo acto de la revelación, del levantar el encubrimiento.”5 Una apuesta que saca del cajón de sastre de la teología nada más y nada menos que el sentido último de la tradición apocalíptica, aquel capaz de anunciar los tiempos por venir en una encrucijada en la que las sociedades parecieran haber perdido el horizonte y la capacidad de orientación. Ese “in-cubrir/des-cubrir” que nos reclama salirnos de todo teleologismo y que nos enfrenta a la necesidad de eludir la tentación de una continuidad de la mano de una repetición que sólo nos puede conducir al desastre.

El Covid-19 ha venido a romper el decurso lineal, homogéneo y vacío de la historia del modo como la hemos vivido desde la perspectiva de una modernidad agotada y estallada que intentó, bajo el paraguas de la globalización, postergar indefinidamente el tiempo apocalíptico. Un des-cubrir lo que permanecía velado y que, en la actualidad, se protege bajo la propuesta de una tecnología que vendría a salvarnos de la intemperie biológica que no conoce ni acepta los parámetros de una racionalidad exhausta. En todo caso, tanto el cientificismo como el tecnologismo –figuras mitificadas por el sistema de la economía-mundo en crisis terminal– están mostrando sus agujeros y sus imposibilidades. De ahí que el “pensamiento apocalíptico” busque sustraerse a una normatividad que hace mucho que dejó de funcionar.

La “normalidad” anterior a la pandemia nos prometía –bajo la forma de una fábula que el virus se encargó de hacer trizas para evidenciar lo que efectivamente sucedía con las mayorías populares– ese escenario acogedor y sin fricciones en el que cada uno se sintiera personalmente interpelado y reconocido en sus gustos y sus necesidades.

Todavía imaginábamos un mundo complementario donde lo virtual y lo corporal pudieran convivir en armonía. Y llegó el Covid-19 que nos dejó estupefactos. Los gobiernos entraron en pánico o fueron incapaces de enfrentar la pandemia más avisada de la historia simplemente porque habían desactivado en gran medida sus sistemas públicos de salud en nombre de la eficiencia, el control del gasto fiscal y la “salud” de la economía que no podía seguir despilfarrando recursos apelando a un Estado de bienestar arcaico y reaccionario que impedía la realización de las “grandes transformaciones” que harían mejores nuestras vidas.

La triangulación entre economía, Estado social e igualdad –núcleo de esa época en la que el capitalismo se vio impelido a aceptar que se regule su movilidad, su tasa de ganancia y sus ambiciones– fue paciente y sistemáticamente desarmada no sólo en la vida real de las sociedades, también lo fue en el interior del sujeto, en su sensibilidad yen su lenguaje. Quebrar el Estado de bienestar se convirtió en un objetivo central, absoluto, que definió la estrategia global de la contrarrevolución del gran capital.

Desde la década de 1980, cuando inicia su asalto al poder, el neoliberalismo ha funcionado como una máquina que nunca se detiene, que siempre sigue fabricando a los sujetos que necesita para ampliar y multiplicar sus recursos, su poderío y su reproducción infinita. Ese ha sido, y sigue siendo, el sueño alucinado del sistema: alcanzar la eternidad devorando a sus adversarios y superando todos los escollos al punto de fortalecerse a través de ese hambre pantagruélico. Sin imaginar la llegada del cisne negro que vendría a paralizar la economía-mundo, el capitalismo se enfrenta, tal vez, a su crisis más profunda que va unida, como nunca antes, a la destrucción ecológica capaz de alcanzar niveles de extinción masiva de la vida animal y vegetal en la Tierra.

Para esa expansión infinita el neoliberalismo se apropió del Estado y lo puso a disposición de su sed de dominio universal. La apropiación supuso desplegar un correlato cultural-simbólico capaz de hacerle “olvidar” a la sociedad lo que fueron las épocas del Estado social. A lo largo de casi cuatro décadas de bombardeo mediático – utilizando todos los resortes de la industria cultural–, de una estrategia diseñada para penetrar en lo más recóndito de las conciencias hasta diseñar nuevas formas de subjetividad adaptadas a las demandas y necesidades del sistema, lo que se logró, en gran parte, es borrar de esa memoria colectiva la presencia insoportable de otra forma Estado –y eso más allá de los límites y las contradicciones del keynesianismo que no estoy discutiendo acá pero que no pueden impedir que señalemos la distancia abismal entre aquella opción, dentro del capitalismo, y la que hoy gobierna mayoritariamente al planeta–. Emprendedorismo, meritocracia, individuo resiliente, capital humano, gestión libre de la propia vida, son algunas de las cadenas significantes que articularon esa humanidad “nueva” que el capitalismo neoliberal necesitaba para alcanzar sus objetivos.

*Este texto es un extracto del capítulo final del libro “El derrumbe del Palacio de cristal” que aparecerá en septiembre en la editorial Akal.

1 Naomí Klein, “Distopía de alta tecnología: la receta que se gesta en Nueva York para el post-coronavirus”, The intercept, en Lavaca, 13/05/20.

3 Franco Bifo Berardi, Fenomenología del fin. Sensibilidad y mutación conectiva, Buenos Aires, Caja Negra, 2017.

4 El sociólogo alemán Wolfgang Streeck leyó de un modo crítico y desolado las consecuencias que la “destrucción creativa” tienen en la sociedad del capitalismo neoliberal: “La disrupción puede considerarse la versión neoliberal de la ‘destrucción creativa’: más despiadada, más inesperada y menos dispuesta a tomar prisioneros o a aceptar demoras para ser ‘socialmente compatible’. Aunque para quienes sufren la innovación disruptiva puede ser catastrófica, lamentablemente tienen que ser sacrificados como daños colaterales en el campo de batalla darwiniano del capitalismo global […]. Téngase en cuenta que la resiliensa no es exactamente resistencia, sino un ajuste adaptativo más o menos voluntario. Cuanta más resiliensa logran desarrollar los individuos en el ámbito micro de su vida cotidiana, menos es la demanda de acciones colectivas a escala macro para contener la incertidumbre producida por las fuerzas del mercado, una demanda que el neoliberalismo no puede ni pretende satisfacer.” Streeck vislumbra un futuro próximo –caracterizado por la implosión del neoliberalismo– en el que no deberíamos contar con expectativas positivas. “El capitalismo desocializado del interregno –concluye de modo pesimista– depende de las actuaciones improvisadas de individuos estructuralmente egocéntricos, socialmente desorganizados y políticamente desprovistos de poder.” Wolfgang Streeck, ¿Cómo terminará el capitalismo? Ensayos sobre un sistema en decadencia, Madrid, Traficantes de sueños, 2017. planeta–. Emprendedorismo, meritocracia, individuo resiliente, capital humano, gestión libre de la propia vida, son algunas de las cadenas significantes que articularon esa humanidad “nueva” que el capitalismo neoliberal necesitaba para alcanzar sus objetivos.

2 Semiocapitalismo: Bifo Berardi describe en “Fenomenología del fin” al neoliberalismo como semiocapitalismo, un modo de producción en el cual la acumulación de capital se hace esencialmente por medio de la acumulación acumulación de signos: bienes inmateriales”

5 Joseba Gabilondo, “Apocalipsis, biopolítica y estado destituyente: la precarización en tiempos de cólera”, lavorágine.

Ricardo Forster
Doctor en filosofía
Profesor e investigador en historia de las ideas de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA Distinguished professor de la Universidad de Maryland (USA)
Profesor invitado de universidades de USA, México, Alemania, España, Israel, Brasil, Chile, Colombia Últimos libros: Los hermeneutas de la noche (2009), Walter Benjamin. Una introducción (2009),
La anomalía argentina (2010), La muerte del héroe (2011), El litigio por la democracia (2011),
La anomalía kirchnerista (2013)

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Categoria: Edición 23 | NUESTRA AMÉRICA: SER IGLESIA HOY, entrega 2, SOCIEDAD, Sociología

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