IGLESIA Y SOCIEDAD

| 3 junio, 2013

El tema del epígrafe preocupó  fuertemente a las iglesias históricas allá en las décadas de 1960 y 1970. En 1968 hubo incluso una asamblea general del Consejo Mundial de Iglesias en Uppsala (Suecia) en la que ocupó un lugar preponderante. Más adelante fueron surgiendo otros énfasis. Sin embargo, es un tema que no pasa de moda, es decir, no debe dejar de preocupar a las iglesias.

Con el Renacimiento y desde la Reforma Protestante en el siglo XVI y el paulatino desmembramiento del Sacro Imperio Romano-Germánico, se  inicia en Europa un proceso que poco a poco va derrotando el imperio del pensamiento único, instaurando en su lugar un pluralismo religioso y político que lleva finalmente a diferenciar  entre estado e iglesia. A partir de la Revolución Francesa (1789) se va instalando cada vez con mayor fuerza la idea de una sociedad  y un estado secular, una sociedad que puede estructurarse y gobernarse sin Dios. La religión pasa a ser un asunto relegado a la privacidad de cada individuo; las iglesias, agrupaciones de personas que profesan con mayor o menor convicción una determinada fe, pero son una organización más que convive con otras instituciones en una sociedad plural. Si bien las viejas ideas monárquicas sobreviven hasta los albores del siglo XX, la constitución de los Estados Unidos ya en 1787 da por sentada esta pluralidad.

A más tardar a partir de ahí, las iglesias siempre de nuevo deberán reflexionar sobre el papel que cumplen dentro de la sociedad más amplia en la que están colocadas y en la que los individuos que la componen no son todos automáticamente también miembros de la iglesia. De pronto se descubre que la misión que las iglesias de los “países cristianos” venían realizando en América Latina, África y Asia hasta la Primera Guerra Mundial,  es necesario hacerla hacia el interior de las sociedades de las cuales ellas mismas forman parte. Desafortunadamente muchas iglesias han tardado mucho, demasiado  tiempo en darse cuenta de la necesidad de reflexionar sobre el particular y luego actuar en consecuencia. Demasiado enraizado quedó el concepto (preconizado en su momento y entre otros por el rey Federico I de Prusia) de que “la fe es cosa privada”.

Esta concepción posiblemente nace de una sobreinterpretación del pasaje de Mateo 6.5 en el que Jesús aconseja en relación con la oración, no hacer gran palabrerío en público, sino ir a orar en privado. Pero esta amonestación estaba dirigida a aquellos a quienes les interesaba más el reconocimiento de sus correligionarios que la verdadera comunicación con Dios. Al final del mismo evangelio, Jesús encomienda a sus discípulos ir a todas las naciones. En Lucas 12.8, Jesús nos  habla de las bendiciones que obtendrá quien lo confiese delante de las gentes. O sea que Jesús no está en contra de un testimonio público, muy por el contrario. Y sus discípulos devenidos en apóstoles entendieron que su tarea principal era precisamente dar testimonio público de ese su Señor, incluso al precio del martirio.

Es obvio que la relegación de la fe al ámbito de la intimidad personal convenía y conviene al desarrollo sin limitaciones del poder político en desmedro de la incidencia pública de las iglesias. Lamentablemente algunas iglesias de sesgo puritano y pietista han fomentado esta relegación en base a la idea de que el mundo es pecador y es necesario apartarse de él, si es que se quiere alcanzar la santidad que hace digna de Jesús. Como la política se ocupa del poder mundano, no hay que intervenir en ella para no ser contaminado. Estas iglesias perdieron de vista que en su ambición de santidad, olvidaron la solidaridad con los pecadores, justamente aquellos con los que Jesús quiere establecer comunión (Lucas 7.36 y otros relatos).

Gracias a Dios y su Espíritu y en virtud de una exégesis cada vez más perfilada de los textos bíblicos, muchos teólogos y miembros de las iglesias fueron comprendiendo durante el siglo XX que ya no podían quedar encerrados entre las paredes de sus viejas tradiciones y sus interpretaciones bíblicas conformistas y hasta tendenciosas (porque acomodaticias a los poderes e ideologías de las sociedades seculares). La así llamada “teología de la liberación” en la Iglesia Católico-Romana busca eso. Pero antes de su aparición ha habido muchos otros movimientos en el seno de diversas iglesias, que tomaron conciencia de que para ser un verdadero seguidor de Jesucristo no bastaba con asistir a cultos o misas y cantar en los coros. Por cierto participar de las celebraciones de adoración y escuchar la Palabra de Dios es primordial. Pero luego es necesario salir y poner en práctica dicha Palabra en la vida cotidiana; es necesario salir y dar testimonio público, o sea a toda la sociedad,  de las Buenas Nuevas, que consisten en la gracia y misericordia demostrada por Dios a la humanidad en Jesucristo. Esta tarea misionera incluye también la proclamación profética en la que en nombre de la justicia divina se descubren y denuncian los males de las sociedades y sus estructuras políticas y económicas o los abusos de la ciencia y de la tecnología. Conocido en este contexto es el consejo que el renombrado teólogo suizo, Karl Barth daba a sus estudiantes: La confección de un buen sermón exige tener en una mano el texto bíblico y en la otra el periódico. En otras palabras: la predicación de la Palabra de Dios debe estar contextualizada en los problemas de la sociedad, de la gente a la que nos dirigimos aquí y ahora.

El redescubrimiento de la crítica social efectuada por los profetas del Antiguo Testamento y la comprensión de que Jesús no solo vino al mundo para reconciliar a las personas con Dios, sino también para reconciliarlas entre si, es decir, que la ley del amor a Dios, al prójimo y a si mismo no debe ser pura retórica, llevó a las iglesias a poner un creciente énfasis en la diaconía, en el servicio al otro, en las obras de caridad. Se multiplica así y según las circunstancias la creación de orfanatos, hospitales, hogares de ancianos, guarderías infantiles, escuelas, comedores populares, etc. Estas instituciones, empero, no debían estar solo al servicio de las personas en necesidad afines a la propia comunidad de fe que las sostiene, sino estar abiertas a toda la sociedad. Muchas veces estas obras se instalaron e instalan precisamente allí, donde el estado no alcanza a cumplir sus propias obligaciones para con la sociedad. Las iglesias de esta manera no solo realizaban y realizan una tarea testimonial, sino cumplen un necesario, a veces urgente,  servicio a la sociedad.

Pero volviendo sobre el papel profético de las iglesias, se fue tomando conciencia después de la Segunda Guerra Mundial que las obras de caridad son obviamente necesarias como testimonio y campo de acción del amor, pero insuficientes para lograr una transformación de la sociedad. Sería necesaria una incidencia política más específica. Partidos políticos cristianos ya existían, pero muchos cristianos no se sentían debidamente representados por ellos. Surge así un interminable debate alrededor de la justificación de la diaconía política. Los estratos conservadores en las iglesias, consideraban que estas no debían “meterse” en asuntos políticos. La discusión sobre este aspecto se hacía y hace difícil mientras no se discrimine claramente entre lo que es la  responsabilidad por los destinos de la “polis” (ciudad en idioma griego) y sus habitantes, es decir por la sociedad en general (o dicho en latín por la “res publica” o sea los asuntos públicos) y lo que es la política partidaria con sus representaciones e intereses particulares y sus luchas por el poder. Las iglesias no deben ni necesitan buscar el poder político. Ellas teológicamente hablando son entes provisorios y pasajeros, pero al fin también precursores de un reino que no es de este mundo. Hacia su interior brindarán espacio para miembros adherentes a diversas concepciones  y  partidos políticos y por tanto no podrán como institución “tomar partido” por un determinado partido político, sin traicionar a parte de su membresía.

Pero es necesario asimismo tener conciencia de que las iglesias están colocadas en este mundo y  –quieran o no– forman parte de la sociedad y que “hacen política” aún sin “meterse” en política. Las iglesias que “callan”, “otorgan”. Por tanto, independientemente de determinadas corrientes partidarias, deben poder abogar por la administración de una justicia verdadera, por una adecuada justicia social, por una administración pública sana, coherente, honesta, en una palabra, por el bienestar de la sociedad en el marco de la ética cristiana. Del mismo modo deberán poder levantar su voz ante las injusticias estructurales, la opresión de pueblos originarios, actos de corrupción con fondos públicos, etc., y ser la voz de los que en la sociedad quedaron sin voz. En Jeremías 29.7 el profeta recomienda en nombre de Dios a los deportados a Babilonia: “Trabajen a favor de la ciudad a donde los desterré, y rueguen por ella al Señor,  porque del bienestar de ella depende el bienestar de ustedes”.

En cumplimiento de esta convicción han surgido desde los grupos más comprometidos de las iglesias cantidad de organismos eclesiásticos y para-eclesiásticos ocupados en la defensa o promoción de diversos temas, como por ejemplo: la defensa de los Derechos Humanos; la lucha contra la trata de personas; defensa, asesoramiento y acompañamiento de enfermos de VIH-SIDA; campañas de prevención de VIH-SIDA; defensa, asesoramiento y acompañamiento de campesinos sin tierra; rehabilitación de adictos a estupefacientes o alcohol; acompañamiento de aborígenes en su lucha por sus tierras; foros por la responsabilidad social ciudadana y empresarial; lucha contra el suicidio, etc. A esto se suman organizaciones que a nivel internacional ofrecen y realizan ayudas para el desarrollo rural o urbano, ayudas para paliar emergencias y catástrofes, becas para capacitación; promocionan el intercambio comercial justo; ponen a disposición sus relaciones internacionales en la lucha contra la trata de personas; promocionan  la auditoría y denuncia judicial de las deudas externas injustas (odiosas), entre otros muchos asuntos.

Para la concreción de ciertas ayudas, especialmente las internacionales dirigidas al desarrollo de comunidades en regiones subdesarrolladas, la ayuda para refugiados, para paliar emergencias y catástrofes, campañas contra el hambre, etc., las instituciones eclesiásticas obtienen fondos, no solo de las donaciones de sus feligreses, sino subsidios de arcas estatales, de fundaciones seculares. Hay estados que dicen a las iglesias de sus países: Nosotros queremos paliar tal o cual necesidad   –por ejemplo: niños en situación de calle– pero no tenemos las estructuras para cumplir el cometido, Uds. están cerca de las gentes, tienen los voluntarios y profesionales que pueden realizar la tarea y saben donde están los focos de carencia más acuciantes. Nosotros ponemos los fondos – Uds. realizan el trabajo. Estas circunstancias han desatado no poco debate acerca de la legitimidad de la ayuda cristiana, es decir de la ayuda de las iglesias a la sociedad.

Pero no solo está en juego el tema de la legitimidad, sino también el peligro de  la cooptación política de las iglesias, de la cooptación por empresarios poderosos, los problemas surgentes de una mayor complejidad administrativa, del mal acostumbramiento de las comunidades que dejan de ofrendar, especialmente cuando las ayudas externas son grandes. Por ello hay iglesias que por principio se resisten rotundamente a este tipo de colaboración. Otras, sin embargo, han llegado a la conclusión, que si los fines u objetivos de la ayuda son claros y éticamente justificables, es decir están dirigidos a la promoción humana o al cuidado del medio ambiente, es acertado colaborar con o recibir colaboración de entes externos seculares, privados o estatales. Especial cuidado, obviamente, merece entonces la información sobre el origen de los fondos y los compromisos en los que puede incurrir la iglesia con los donantes.

Sea como fuere, vemos aquí un ejemplo de la colaboración entre la sociedad secular  –ya sea el estado, empresas, fundaciones, etc.–  y las iglesias, colaboración que consideramos posible, si se toman los recaudos correspondientes. Creemos que las iglesias deben abandonar los prejuicios según los cuales se ve a la sociedad en las que están colocadas como a un enemigo. Lo mismo es necesario demostrar a las sociedades: las iglesias cristianas no son agrupaciones de personas asociales, que escapan a sus obligaciones ciudadanas. Son agrupaciones de la sociedad dispuestas a construir juntos una convivencia mejor, no con la soberbia voluntad de imponer el Reino de Dios en la tierra, sino en base al servicio humilde, teniendo el Reino de Dios como modelo al cual aspirar, pero sabiendo que esta realidad es provisoria y está bajo el juicio de Dios.

Con todo y volviendo sobre la colaboración entre iglesia y sociedad y el rol profético de las iglesias dentro de la sociedad, no está demás insistir en la necesidad de que las iglesias conserven su independencia de criterio basado en el Evangelio y en resguardo de la cooptación por poderes extraños a ella. Obviamente antes de hablar, las iglesias deberán informarse especializada y exhaustivamente sobre los problemas que ven en relación con el cuidado y la dignidad de la persona humana y el resto de la creación. Solo así podrán incidir en la sociedad y sus estructuras (políticas, económicas, culturales, científicas) con voz autorizada a la hora de llamar la atención sobre abusos de la tecnología (manipulación del genoma humano), sobre el despropósito de ciertas explotaciones mineras (uso de enormes cantidades de agua con diluyentes químicos peligrosos), sobre la inconveniencia de monocultivos (abuso de glifosatos), sobre la manipulación de la independencia jurídica de un país, sobre los derechos de los pueblos originarios, etc.

Los cristianos congregados en las iglesias, aunque justificados por la fe en su Señor, comparten con el resto de los integrantes de la sociedad su carácter de pecadores. Para decirlo con palabras del Dr. Martín Lutero: son “simultáneamente justos y pecadores” mientras el Señor no termine de completar su obra salvífica. Por ello siempre y por más cuidados que se apliquen, hay un riesgo de equivocarse en la evaluación de los problemas de la sociedad y su denuncia como así también en la propuesta de posibles correctivos. Tomar conciencia de esta realidad demandará humildad de las iglesias a la hora de desarrollar estas tareas y la convicción de que al igual que la sociedad de la que forman parte necesitan de la misericordia del Señor. Por otro lado, por más imperfectas que sean estas actividades de servicio a la sociedad o de diaconía política, serán expresiones en la búsqueda de que la Palabra de Dios se encarne en la realidad de este mundo.

 

 

Federico H. Schäfer
Pastor emérito de la Iglesia Evangélica del Río de la Plata (IERP)
Nacido el 28 de junio de1943 en la ciudad de Buenos Aires
Cursó estudios de teología en: Buenos Aires; Sao Leopoldo, Brasil y Berlín, Alemania
Ordenado al ministerio pastoral el 5 de abril de 1970 en Rosario
Ejerció su ministerio pastoral en: Entre Ríos, Misiones, Mendoza y Buenos Aires
Secretario Ejecutivo y finalmente Presidente de la IERP hasta fines de 2010
Actualmente miembro de la Junta Directiva de la FAIE

 

 

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Categoria: BIBLIA, Edición 4 | Iglesia y Sociedad, entrega 5, Teología del Sur

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