LO IMPORTANTE DEL CREDO NO ES RECITARLO, SINO VIVIRLO

| 4 noviembre, 2013

Bien temprano los cristianos sintieron la necesidad de expresar en una fórmula escrita el contenido de su fe. De esta manera se fue formalizando la enseñanza y la confesión de la fe, proceso que ya había comenzado en los textos más tardíos del Nuevo Testamento, con la formulación de la “sana enseñanza” y la “sana doctrina” de Tito 1.9 y 2.1 (cf. 1 Tim. 1.10; 6.3; 2 Tim. 1.13).

Así nació, a mediados del siglo II, el llamado “Credo de los Apóstoles”, y más tarde en el siglo IV el Credo de Nicea. Aparece la idea de la “defensa de la fe”, que alcanza su máxima expresión en el siglo V, para responder a las acusaciones y ataques externos y dirimir las controversias internas. De esta manera la confesión de fe y la enseñanza entran en un proceso de racionalización y formalización. El gran problema de la racionalización es que queriendo explicar la experiencia trascendente del encuentro con Dios, pueden terminar oscureciendo el admirable misterio de la fe. ¿Pará qué entonces un Credo formal?

La fe se manifiesta en una comunidad como una experiencia viva, que luego se expresa como memoria y testimonio de la experiencia vivida, para compartir con las demás personas. Así las primeras confesiones de fe o credos cumplieron el propósito de ser una guía y orientación para dar testimonio de la palabra profética y apostólica, la palabra bíblica sobre la que tienen su fundamento.

Me pregunto, entonces, si así nacieron ¿cómo fue posible que los credos, expresados para afirmar la verdad bíblica, llegaran a convertirse en la regla infalible e inapelable para interpretar el texto bíblico? ¿Cómo llegaron a fijarse legal y dogmáticamente, exigiendo su aceptación como condición para ser considerado creyente y miembro de la comunidad? ¿Cómo se colmó la copa de la soberbia humana afirmando que tal cosa se hace en “defensa de la fe en Jesucristo”?. ¡Es el colmo del sinsentido religioso! Por un lado confesamos que Jesucristo es nuestro único salvador, escudo y defensor. Y por otro lado, nos declaramos defensores de nuestro defensor.

Por esta razón, a pesar de reconocer la importancia de la confesión de fe común o credo, insistimos en que ello no justifica el uso del poder eclesiástico para su imposición, ni el fanatismo con que se reprimieron las disidencias en las propias comunidades, a lo largo de los siglos. Y mucho menos explican los mecanismos de represión que se autoimpusieron los creyentes aun cuando ya dejó de haber una presión externa.

El verdadero culto racional (Rom. 12.1) se fue vaciando en fórmulas rituales. La decisión ética se fue legalizando en normas estereotipadas. La confesión viva de la fe se fue formalizando en credos y más tarde en dogmas para distinguir claramente entre creyentes y herejes. Los dogmas se convierten en objetos de fe, como un saber que se puede asentir y transmitir sin necesidad de la vida de fe. El mensaje es el mismo, pero la fe y la creencia dejaron de ser dones de la gracia inmerecida de Dios para convertirse en ley. Esto pasa cuando se asume la supuesta infalibilidad de una decisión episcopal, conciliar o congregacional.

Cuando esto sucede, el Credo se vacía de sentido, de tal manera que ya no es la expresión de una entrega sin cuestionamientos al Cristo confesado en el acto de fe. Esto hasta tal punto que solo se reclama lealtad a la fórmula utilizada como medio de esa confesión, tal como fueron sancionadas por las autoridades religiosas.

De esta manera, nuestras descripciones de la fe, algo tan falible y precario como lo es toda interpretación humana, se coloca en el mismo nivel de la Palabra de la revelación. La oposición a este vaciamiento del sentido de la fe está en las raíces mismas del protestantismo. No fue un rechazo a la formulación de credos, y mucho menos una negación de los mismos, sino que la protesta estuvo orientada a promover el dinamismo de la fe. Sin embargo, aun así, el protestantismo cayó también en la trampa de “la defensa de la fe”. A pesar de lo significativo de su intención, solo obtuvo resultados contraproducentes, puesto que al rechazar la imposición de los términos formales de los credos, se rechazó también su contenido espiritual.

El Credo clarifica y sustenta nuestra fe, pero no es el objeto de la fe. Todas la expresiones, litúrgicas, doctrinarias o éticas, aunque ocupan un lugar importante en la religiosidad para entender la obra trascendente de Dios, no pueden reemplazar la Palabra de la revelación, porque no somos los “dueños” de la Palabra. Por esta razón, todo acto de fe es “creencia”, y es “confesión” en la vida, pero sobre todo es “confianza” en la Palabra de Dios ante toda incertidumbre, que debe de aceptarse con humildad y coraje. Si se entiende la fe como un simple “conocer” una afirmación intelectual o un hallazgo científico no hay mayor problema, pues depende de lo que seamos capaces de entender y comprender. En cambio, si la fe se entiende como el “vivir” por el poder de Dios que se revela en el encuentro personal con Jesucristo ya no es tan simple, pues somos confrontados con el conocimiento de la voluntad de Dios que está siempre más allá de nuestro precario entendimiento humano.

En esta alternativa pueden observar que utilicé dos verbos, en la primera el verbo “conocer” y en la segunda el verbo “vivir”… y no es por casualidad. La fe se vive, no se discute, porque significa vivir la nueva vida en Cristo y poner en ello toda nuestra pasión… para lo cual, a veces, también los credos pueden ayudarnos. De la misma manera que todos los medios de gracia, que son los medios que Dios utiliza para derramar sobre nosotros su gracia… siempre que entendamos que son medios y no fines, y que están por encima de Dios y sino bajo su juicio y misericordia. Las expresiones litúrgicas, doctrinarias o éticas de la fe de la comunidad, con toda la plenitud de sus valores e importancia, no solo mediadoras, no el fundamento de la fe. Esto implica que no solo los miembros de la comunidad religiosa, sino al cristianismo como tal.

Dicho con otras palabras: el fundamento de la fe no son los credos, sino a la inversa. La experiencia de fe, el encuentro personal y la vida vivida en Cristo es la que “escribe” el credo. Una anécdota para hacerlo un poco más gráfico: cuando recién entraba a la Facultad apareció un movimiento que insistía en el uso de formas litúrgicas, y un domingo en la mesa familiar discutíamos sobre el uso o no del cuello eclesiástico que se estaba imponiendo. De esto nunca fui afecto. Sin embargo, tomándolo desde el punto de vista práctico opiné que podría ser útil para ser reconocido como pastor sin dar muchas explicaciones. Todavía resuena en mis oídos lo que mi madre, que no era teóloga, me respondió: “Si no te reconocen como pastor por tu conducta y tus palabras, hacerlo notar con el cuellito, lo único que se consigue es complicar muchos más las cosas” (“embarrar más la cancha”, hubiese dicho yo).

 

Emilio Monti
Pastor metodista.
Licenciado en Teología.
Profesor de Filosofía y Pedagogía.
Doctorando en Ciencias Humanas y Arte.
Profesor Emérito del Instituto Universitario ISEDET
Ex Decano y Profesor de Teología Práctica del Instituto Universitario ISEDET
Ex Profesor de Ciencias de la Educación en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora Capellán y Vicerrector de la Universidad del Centro Educativo Latinoamericano de Rosario (UCEL).
Trabajó activamente en ayuda a Refugiados (CAREF) y en defensa de los Derechos Humanos (MEDH) y en la acción ecuménica (FAIE)
Integró a nombre de las iglesias evangélicas el Consejo Nacional de Políticas Sociales del Gobierno de la Nación.

 

 

Cordialmente es la expresión de PASTORESxlaGENTE que, fiel a sus principios, no procura fijar conceptos únicos, sino que busca expresar la diversidad en la pluralidad que caracteriza al movimiento evangélico.
Las notas publicadas en esta edición digital reflejan la opinión particular de los autores.
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Categoria: Edición 7 | El Credo, entrega 1, Notas de fondo

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