CREO QUE JESUCRISTO FUE CRUCIFICADO, MUERTO Y RESUCITADO

| 25 noviembre, 2013

Se sabe que el credo apostólico no fue producto de los apóstoles, sino que surgió como una manera sintética de confesión de fe del pueblo de Dios frente a las herejías que acechaban al cristianismo. Los apóstoles se encargaron de terminar el canon de la Palabra de Dios, pero a la iglesia le tocó la complicada tarea de confeccionar una teología que hiciese frente a los ataques que desde su interior mismo surgían.

Uno de los párrafos indica que Nuestro Señor fue crucificado bajo Poncio Pilato, muerto y resucitado al tercer día. Parece mentira que en tan pocas palabras se dijera tanto. Los términos sobresalientes de esta oración son: crucificado, muerto y resucitado. Pero cada uno de ellos hace referencia a sucesos significativos para nuestra fe que nos hablan de historicidad, deuda saldada y exaltación. Veamos cada uno de estos sucesos.

Cuando hablamos de historicidad nos referimos al lugar concreto que ocupó en la historia la crucifixión del Señor. La cruz era una medida ejemplificadora para ejecutar a los reos de muerte. Si bien el imperio romano tenía diferentes tipos de cruz para la pena capital, el método invariablemente consistía en sujetar de manos y pies, por medio de clavos, al condenado, de tal manera que el peso de su cuerpo agravaba el dolor. Cada respiración era una verdadera tortura y las personas padecían una muerte lenta que llevaba a veces hasta cerca de una semana para consumarse.

En el caso del Señor, el odio de los líderes religiosos hacia él, logró contagiar a la multitud. El castigo sobre Jesús adquirió interés público al punto de transformarse en espectáculo. Como tal, la audiencia merecía alimentar su morbo, por lo que los verdugos sumaron la mayor crueldad posible. La cruz era el cumplimiento profético de la sentencia de “maldito el que es colgado en un madero” y el inicio de la “cadena de la justificación”, por lo que la inexistencia del hecho hubiera pulverizado nuestra fe.

Así como en nuestros días hallamos a quienes, con todo descaro, niegan el holocausto, hubo, hay y habrá quienes nieguen cualquier relación de la cruz con la realidad. Todavía suenan ecos sobre el “mito de Jesús”, “esa leyenda popular que surgió quién sabe dónde y de la que se valieron algunos para explotar la credulidad con buenas ganancias”.

Pero la mención de Poncio Pilato coloca una referencia que enmarca a Jesús en espacio y tiempo. La historicidad de Cristo y su padecimiento está fundada en pruebas histórico-legales y testimoniales.

Tempranamente, en la era cristiana, surgieron cartas que hacían referencia al evento que conmovió Jerusalén. La crucifixión tuvo su lugar en una ciudad populosa, convulsionada y asistida por visitantes de todo el mundo. Las leyendas suelen originarse en los “reinos de nunca jamás”, donde no existen los que pueden desmentir. De tratarse de una leyenda, predicar de un Cristo crucificado, muerto y resucitado en Jerusalén era un verdadero suicidio. Hubieran sobrado quienes pudieran desmentir el hecho. Pero Pedro lo hizo, luego Felipe, después Esteban, le siguieron Jacobo y Juan, y finalmente Pablo. Nadie se atrevió a decir: “Yo estuve allí por esos tiempos y nada de lo relatado ocurrió”.

Los testigos se encargaron de firmar la historia con su propia sangre. Un loco místico, tal vez, sería capaz de morir por una mentira. Pero que ese loco tenga tantos seguidores y, a su vez, hubiese muchos más como él nos hace dudar de su demencia. Los que anunciaron el mensaje fueron testigos de la crucifixión de Cristo y predicaron sobre eso.

Una vez que Cristo fue crucificado, el paso siguiente era saldar la deuda de la humanidad. El ser humano, desde Adán y Eva, se desvinculó de su Creador. El pecado original es, más allá de la desobediencia, la independencia de Dios. Así como cuando una rueda se desprende del eje de un camión, pierde velocidad y dirección, al mismo tiempo que se transforma en un peligro potencial para el tránsito, el hombre se separó del eje, que es Dios y perdió vida y sentido. En consecuencia comenzó a dañar la creación con su comportamiento autónomo, egoísta y anárquico. Tal situación merecía la definitiva extirpación del humano de sobre la tierra. Dicho en términos bíblicos: “la paga del pecado es la muerte”.

La palabra perdón, en diferentes idiomas, se relaciona con regalar algo. Perdonar es regalar lo que nos quitaron. Hacernos cargo voluntariamente de la cuenta que otros ocasionaron. Esto justamente hizo Dios. En lugar de perseguirnos y hacernos pagar con nuestra propia muerte, el Padre envió a su Hijo para morir en nuestro lugar y, así, saldar la deuda eterna. Dios puso en su cuenta nuestros pecados, haciéndose hombre y muriendo en una cruz. Por esta razón Jesús pronunció junto a su último aliento: “consumado es”, sentencia que los jueces proferían cuando la pena se cumplía y no había más nada que reclamar.

La teología no es una ciencia exacta y, en consecuencia, hallaremos muchísimas variantes doctrinales en un grupo y en otro, sin que esto nos separe o enemiste. Pero una verdad con la que no se negocia es la gracia de Dios, a través de la muerte de Jesucristo, su Hijo amado. Esta verdad nos hizo libres de la muerte eterna, y de nuestras culpas, que la originaron.

El apóstol Pablo expresaba, en una de sus cartas, que si Cristo no hubiera resucitado de los muertos, seríamos los más dignos de lástima del mundo. Nuestro anhelo de agradar a Dios y practicar la justicia suele costarnos algo caro. La manera en que pensamos no es compatible con el de aquellos que rechazan el perdón de Dios. La existencia del creyente amenaza la tranquilidad de los pecadores empedernidos, por lo que bien quisieran deshacerse de nosotros. “Muchas son las aflicciones del justo”, reza un Salmo, y damos fe de esta verdad.

Este sistema, creado para sustituir el dominio de Dios sobre nuestras vidas, no tiene lugar para nosotros. Juan, el apóstol decía que el mundo no nos conoce, porque no conoció (o no quiso conocer) a Dios. Quizás por esta causa no sintamos arraigo a nada ni a nadie. No resulta agradable andar como peregrinos en esta vida, sabiendo que el mundo no es nuestro hogar. Si la incomodidad que esto produce, fuera por nada y para nada, nos podrían confundir con algún tipo de masoquistas. Pero hay un evento que da sentido a nuestro arrepentimiento y vida cristiana: la resurrección.

Si Jesús hubiera quedado en la tumba, su mensaje también estaría enterrado. Cuando Pablo le escribe a Timoteo acerca del misterio de la piedad, en el que Dios fue manifestado en carne y justificado en el Espíritu, le explica que todo lo que hizo en su carne, fue validado por medio de su resurrección.

La resurrección posee un significado múltiple para la humanidad. Primero que el mensaje predicado era la verdad. En segundo término, que no murió cualquiera, sino que quien murió tenía poder sobre la muerte. Tercero, que la vida eterna que nos prometió, la cual tuvo su precedente en la tumba vacía, es una realidad disponible para los mortales.

El párrafo del Credo que declara la crucifixión, muerte y resurrección, es decir la historicidad del sacrificio de Cristo, la gracia de Dios para con nosotros por medio de la muerte de Jesús, y la verificación del mensaje con la exaltación del Señor, no hace otra cosa que llenarnos de esperanza y alegría. Cada vez, y con más ganas podemos decir: “Creo en el Señor, Dios todopoderoso”.

 

Edgardo R. Muñoz
Pastor de la Iglesia Avance Cristiano, en Temperley (B)
Vicedirector del Instituto Bíblico Río de la Plata
Presidente del Departamento de Educación Cristiana de la Unión de las Asambleas de Dios

 

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Categoria: BIBLIA, Edición 7 | El Credo, entrega 4, Teología

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