INEDITO FUNERAL

| 22 septiembre, 2014

Durante la plácida mañana primaveral, parado en el descanso de la escalinata que conducía al umbral del templo, el pastor permanecía en una espera imperturbable, vestido con su prolijo traje y una enorme Biblia, aferrada con ambas manos y apretujada tenazmente contra su pecho.

Con rítmicos movimientos, dirigía su mirada hacia ambas esquinas de aquella cuadra, mientras los peatones transitaban con la clásica actitud distendida de un fin de semana.

Ninguno de ellos, según podía fácilmente percibirse desde lejos, estaba ataviado como para concurrir a un oficio religioso.

Uno a uno pasaba frente a los brillantes vitrales de la hermosa capilla con despreocupada parsimonia y sin la mínima intención de entrar por la amplia arcada, cuya puerta estaba abierta de par en par, invitando a compartir un momento con Dios.

El rostro del clérigo, a medida que avanzaba la hora, se movía como el péndulo de un reloj, tratando de descubrir una silueta conocida en los cientos de transeúntes que disfrutaban del sol primaveral.

Poco a poco, el movimiento oscilante de su cabeza fue disminuyendo, hasta permanecer, en elocuente gesto de resignación, con los ojos vueltos al cielo límpido para luego elegir, como prolongado horizonte, las hermosas lajas de la entrada del templo.

El Pastor observó, mediante un movimiento compulsivo, su reloj una y otra vez.

De pronto, con un andar lento, casi lastimero, enfiló hacia la entrada y, no sin antes proferir un profundo suspiro, cerró con lentitud las hojas de aquella vetusta puerta de la vieja iglesia.

Sí, aunque parecía una cruel pesadilla, aquello era parte de la realidad. Nadie, ningún feligrés, había llegado hasta el templo, acudiendo a la cita para rendir culto a Dios.

Tan sólo una fiel y minúscula “congregación” lo esperaban, con ojos bien abiertos y un brillo especial que preanunciaba algunas lágrimas. Su esposa y tres hijos pequeños estaban allí, con una quietud marcial, en el primero de aquellos antiguos bancos de madera maciza; mientras un silencio denso y prolongado, reemplaza al solemne sonido del viejo órgano y se transformaba en el más elocuente símbolo de una infructuosa espera.

La esposa del Pastor se levantó, dejando sentados a sus niños y abrazó al resignado predicador.

Al instante, toda la familia se retiró rumbo a la casa pastoral, intentando sobrellevar lo mejor posible el amargo momento.

Domingo tras domingo, durante un mes, se repitió la increíble escena: una larga espera del adusto Pastor en la puerta de su iglesia y el culto que se suspendía por falta de asistentes.

Aquello no era la agresión de eventuales detractores de la fe o la oposición activa de perseguidores de la iglesia, ante la cual el cuerpo entero se uniría para presentar batalla. No… eso constituía la sutil estrategia del silencio; una “acción” imperceptible, quizás, para un observador externo, pero de efectos devastadores e inapelables para sus circunstanciales víctimas.

Es que siempre existe posibilidad de defensa ante enemigos “visibles”. Es posible ensayar una acción concreta de resguardo ante la onda expansiva del odio y la violencia; pero ¿qué hacer ante el silencio sepulcral del olvido y de la indiferencia? Los conflictos convencionales, donde actores que confrontan cara a cara, si bien generan fricción, nos indican que estamos vivos pero; el silencio y la ausencia, se transforman en icono de muerte. Ellos, paradójicamente, constituyen la acción más sutil y efectiva capaz de sumergirnos en “la paz inapelable de un cementerio”.

 

Alfonso González
Licenciado en Comunicación Social, Universidad Nacional de La Plata.
Profesor de Postgrado en Universidad CAECE de Capital Federal.
Instructor Gubernamental de la Provincia de Buenos Aires.
Especialización postuniversitaria en “Gestión Pública” de la Universidad Nacional de Tres de Febrero.

 

 

 

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Categoria: Edición 12 | Iglesia y Política, entrega 4, PASTORAL, Vida Pastoral

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