EL MENSAJE A LA SOCIEDAD

| 17 agosto, 2015

¿DEBE LA IGLESIA TENER UN MENSAJE DE RESPUESTA SOCIAL?
Que participación tiene la Iglesia y que mensaje debe aportar a la sociedad.

Una de las funciones principales de la iglesia de todos los tiempos, es trasmitir todo el consejo de Dios para el hombre. Dentro del concepto “todo el consejo de Dios” (2da Timoteo 3:16), obviamente se encuentra la función indelegable, insoslayable de ser la voz profética de Dios para la sociedad.

Vivimos en tiempos inconstantes, en los cuales lo único cierto es el cambio, lo único constante es el cambio. La sociedad avanza en su ritmo de alejamiento de la Palabra de Dios, tal lo enfatizado por Jesús en su apocalipsis (Mateo 24). La maldad acarreará pecado, corrupción y muerte. Sumado a esto en algunos casos la iglesia ha pasado a formar parte del denominado “mercado religioso” y para hacer más atractiva la iglesia y su oferta cultica, se han bajado las barreras del Evangelio. No es menor que pese al crecimiento de la iglesia evangélica en las últimas décadas, haya tan poco cambio social. Que pese a la expansión se haya producido tanto conformismo y adormecimiento hacia el pecado. Hoy es muy difícil escuchar palabras como “arrepentimiento”, “pecado”, “juicio”, “santidad”, “consagración”, “infierno”. Se usan eufemismos (amor libre, incompatibilidad de caracteres, desliz, debilidad moral, ser uno mismo), para amortiguar el crudo impacto de lo que la Biblia llama pecado. En el juego perverso de las palabras se esconde mucho más que una actitud relajada hacia las demandas del Evangelio, se esconde una actitud de ir en contra de la voluntad de Dios.

Hay un fino equilibrio entre la desesperanza que tiene la gente ante tantas promesas incumplidas, ante la decepción de la corrupción y la maldad, frente a lo sueños de realización que se demoran (“El vivir esperando atormenta el corazón” –Pro.13:12); y la necesidad de predicar el Evangelio en su totalidad como única posibilidad de perdón, realización, pertenencia y esperanza.

De una vez por todas tenemos que asumir que la iglesia debe volver a proclamar el Evangelio integralmente como exclusiva y única manera de transformación social, aunque la gente quiera escuchar un mensaje más halagüeño y circunstancial, que no ponga en jaque su corazón (“A los videntes les dicen: «ustedes no vean», y a los profetas les piden: «No nos anuncien lo que debemos hacer; mejor digan cosas halagüeñas, anuncien cosas ilusorias” Isaías 30:10). Debemos recordar una vez más y asumir de una vez por todas que a Dios se le ocurrió salvar a las personas por la “locura de la cruz”, y no podemos anunciar dicha locura sin estar un poco “locos” por la cruz. No con un mensaje adulador, no diciendo lo que la gente pretende escuchar, sino siendo voceros autenticados por el fuego del Espíritu Santo de la verdad absoluta del Evangelio. Será pues, la locura de la cruz, la que vuelva a restaurar, la que vuelva a sanar, la que vuelva a erigirse como esperanza en el horizonte del pecado y la maldad.

Ya sucedió con la iglesia primitiva, el Evangelio logró una verdadera “revolución social”, por primera vez se igualó a las personas (“ya no hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay varón ni mujer, sino que todos ustedes son uno en Cristo Jesús” Gálatas3:28); por primera vez se produjo una “revolución de amor”, entre los que había creído no había necesitados, pese a su condición social (“no había entre ellos ningún necesitado” – Hech. 4:34). Se conmovieron las potencias del infierno por el poder del Espíritu Santo a través del ministerio de la iglesia (“y hacía Dios milagros extraordinarios” Hechos 19:11).

En el fondo, subyacía, pese a algunos problemas internos con los judaizantes, una coherencia entre en Evangelio y el mensaje predicado (“Kerigma” del griego κήρυγμα que significa ‘proclamar como un emisario’). Había coherencia entre el mensaje verbalizado y el mensaje vivido; entre el mensaje discursivo y el mensaje actitudinal, entre el mensaje de los milagros y el mensaje del amor. La gente no entendía, no era capaz de comprender, no llegaba a descubrir que movía a los cristianos a amar a su Cristo, aún a costa de sus vidas; a perdonar, a dar, a entregarse, a tender la mano, a ayudar, a levantar, a dar de comer a los hambrientos, visitar a los enfermos y cuidar a los huérfanos y las viudas. Esa no era el estilo de vida romano, esa no eran las características de la sociedad del siglo primero. Simplemente no se entendía el Evangelio. Señala Michael Green:

“Justino resume en una sola oración el valor, la dedicación y los logros de los apóstoles: ‘…Desde Jerusalén salieron al mundo doce hombres, carecían de ilustración y elocuencia pero, aun así, por el poder de Dios proclamaron a toda la raza humana, que ellos habían sido enviados por Cristo, para enseñar la Palabra de Dios…’ En la iglesia primitiva no existía distinción alguna entre los ministros con dedicación exclusiva y los laicos, en cuanto a la responsabilidad de propagar el evangelio por todos los medios posibles. Entre ellos encontrareis personas no ilustradas y artesanos, también ancianas que, si bien son incapaces de demostrar verbalmente las bendiciones de nuestra doctrina, sin embargo, por medio de sus actos, muestran los beneficios que surgen de estar persuadidos de esa verdad. No pronuncian discursos, pero muestran buenas obras; cuando son golpeados, no devuelven el golpe; ayudan a quienes piden ser socorridos y aman a su prójimo como a sí mismo”. (1)

Este es un tiempo muy especial para nuestro país, necesitamos que de una vez por todas, empecemos a ser coherentes entre lo que vivimos y lo que anunciamos, entre lo que creemos y practicamos, entre lo que decimos y lo que experimentamos. La gente ya está cansada de promesas, de falsas expectativas, de ilusiones pasajeras que nunca llegan a cumplirse. La iglesia tiene un mensaje único y vital para una sociedad que sufre, que se desquebraja, que se encamina hacia un futuro de oscuridad y pecado, es el sagrado mensaje del Evangelio de Jesucristo. No hay otra forma, no hay otra manera de cambiar el ritmo social, no hay otra forma de restaurar y sanar, no hay otra posibilidad de comenzar a contentar el corazón de Dios.

Cuando Jesús pensó en su iglesia, pensó en una iglesia de poder, en una iglesia que iba y le pateaba la puerta al mismo infierno para predicar y anunciar la cruz (“edificaré mi iglesia y las puertas del Hades no podrán vencerla” Mateo 16:18). Pensó en una iglesia coherente con su ejemplo (“ejemplo os he dado para que como yo hice vosotros también hagáis” Juan 13:15); pensó en una iglesia coherente con Su mensaje (“Enséñenles a cumplir todas las cosas que les he mandado” Mateo 20:20). Jesús pensó en una iglesia que impacte a la sociedad de todo tiempo y de todo lugar; no por nuestro mérito, no por nuestras habilidades, no por nuestros recursos, no por nuestras capacidades sino porque Él estará con nosotros (“He aquí que yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo Mateo 28:20).

Es mi deseo que seamos capaces de reflexionar acerca de nuestro mensaje y la pertinencia del mismo hacia una sociedad herida, pecadora y sufriente. Nosotros no somos mejores que ellos, salvo por Jesús que hizo el cambio. Que ellos cambien, depende de nuestro anuncio, de nuestra voz, de nuestra vida, de nuestro testimonio, de nuestra coherencia, de nuestra vida.

Déjame darte un ejemplo final acerca de lo que pienso que es predicar cabalmente el Evangelio. Si hiciéramos una encuesta entre los miembros de nuestras iglesias acerca de cuál es su personaje bíblico favorito, fuera de Jesús, la mayoría diría Pablo, Moisés, Isaías, Jeremías, Abraham, Pedro, etc. Pero te aseguro que casi nadie diría Juan el Bautista. Jesús dijo refiriéndose a él, que no hubo hombre mayor nacido del vientre de una mujer que Juan.

Sin embargo si cotejáramos su ministerio a la luz de nuestros parámetros modernos diríamos que fue un fracasado, no hizo milagros, no tuvo muchos seguidores, era casi un ermitaño, no era políticamente correcto, no le interesaba acercarse al poder, no lo seducían los favores imperiales.

Sin embargo, reconoció que Jesús era el Cordero de Dios (Juan 1:29), llegó a decir de sí mismo “yo soy la voz de uno que clama en el desierto” (Juan 1:23), signo de profunda humildad y servicio. Continuó con su actitud al mencionar “es necesario que él crezca y que yo mengue” (Juan 3:30). Sin marquesinas, sin títulos, sin jerarquías, sólo alguien capaz de mostrar a Jesús. Jesús llegó a describir el ministerio de Juan en estos términos “Él era antorcha que ardía y alumbraba” (Juan 5:35). Imagínate una vela, al mismo tiempo que alumbra se consume, precisamente por dar luz, hasta que finalmente muere alumbrando. Esa es la descripción de Jesús respecto del ministerio de Juan.

Como te dije, sin milagros, sin portentos, sin cosas extraordinarias, pero fue capaz de ser humilde, de reflejar a Jesús, de mostrar y señalar sólo al Mesías, de declarar y denunciar el pecado de Herodes, de alumbrar y desgastarse por el servicio, hasta morir.

Ese es el rol de la iglesia en este tiempo, señalar sólo a Cristo, denunciar el pecado y alumbrar hasta que duela. Tenemos un mensaje que decir, un mensaje que vivir y un mensaje que sentir. El Evangelio de Jesucristo.

Dios te bendiga!!!

  • Michael Green, “La evangelización de la iglesia primitiva” – tomo V, pp.14, 31, 44

 

 

Pablo Marzilli

Pablo Marzilli
Pastor de la Iglesia Bautista Vida y Restauración de Ramos Mejía, Buenos Aires
Licenciado en Ministerio por el  Seminario Internacional Teológico Bautista
Abogado (Universidad de Buenos Aires)
Máster en Sociología (Universidad Católica Argentina)
Candidato a Doctor en Sociología (Universidad Católica Argentina)

 

 

 

 

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Categoria: Edición 16 | Nuestro mensaje, entrega 7, Notas de fondo

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