LA CASA DIVIDIDA

| 22 enero, 2018

 

Hace muchos, muchos años, en una tierra lejana…

Un joven discípulo, seriamente preocupado por la realidad de iglesia, procuró a un filósofo que estudiaba y profesaba su misma fe, y le preguntó: “¿Qué piensa usted de la reforma? ¿Qué cree que debo hacer con esos que se dicen cristianos? ¿Cree usted en la solución del ecumenismo? Maestro, usted sabe. Dígame, ¿qué debo hacer para que cuando mi salvador vuelva halle fe en la tierra?

El filósofo -pensativo antes que apresurado en responderle le convido un pedazo de pan casero y una copa de vino, le invitó a sentarse a su mesa y comenzó diciéndole: “Voy a contarte una historia que te dará todas las respuestas”.

Hace muchos, muchos años, en una tierra lejana, un hombre justo y bueno tuvo dos hermosas hijas con su mujer amada. Las niñas eran la felicidad del hogar, honra de su padre y orgullo de su virtuosa madre. Sus padres las alimentaron sanamente, y las instruyeron con sabiduría, edificándolas en el mayor amor que se hubiese visto jamás en una familia. Su casa era famosa en toda la región por la amable generosidad con la que siempre eran bienvenidos los vecinos, amigos y caminantes. Todos en la casa compartían su pan y su alegría a diario, y así mucha gente deseaba visitarlos y hasta anhelaban ser parte de esa familia.

Pasaron los años y las niñas crecieron con naturales diferencias, pero compartiendo el mismo techo jamás olvidaron su origen y su familia. Cuando aún eran muy jóvenes su padre enfermó gravemente y murió en sólo tres años. En su lecho de muerte, reunida la familia, les dejó un único legado. Un único especial pedido. Les dijo: “Amadas hijas, vendrán los lobos y los ladrones a asechar la casa, pero ustedes manténganse unidas, y en especial ámense la una a la otra como han sido amadas. Hasta ahora les he enseñado muchas cosas, pero sobre todo recuerden amarse entrañablemente y pase lo que pase manténganse unidas frente a los extraños”.

Muerto el padre de familia también murió su sabia madre poco después. Las jóvenes quedaron solas fueron haciendo amigos, eligiendo otros maestros, y siguieron sus propios caminos. Poco a poco fueron apartándose del amor filial y olvidando las enseñanzas de su casa paterna. Al llegar a la juventud se mostraban ya bien distintas entre sí. Una de ellas decidió irse lejos a conocer otras culturas, y la otra, casada con un poderoso hombre del poder, comenzó a mostrar algunas claras faltas a la sana condición en la que había sido educada. Su hermana menor, que también se había casado con otro adinerado señor feudal de un país del norte, se enemistó seriamente con ella, la juzgó gravemente y la condenó al mayor escarnio. Al punto de decir públicamente que la primogénita no era ya parte de su familia y que en ella se depositaba de allí en más la única honra familiar y la descendencia del apellido.

El tiempo transcurrió entonces entre ofensas y agravios a la distancia, y las dos hermanas ya adultas tuvieron hijos y formaron sus propios linajes. Entonces el enojo se transmitió a sus hijos, y a los hijos de sus hijos y por muchas generaciones más. Esa inexplicable guerra fratricida era motivo de escarnio por parte de vecinos y conocidos, y aun de sus propios maridos. Hasta que un día el hijo de la hermana repudiada por sus errores de juventud, que residía en la capital del mundo, propuso volver a reunir la familia en un intento de amistad. Pero recibió de inmediato el desprecio de todos los que eran descendientes de su hermana menor.

Las dos familias, edificadas sobre el mal ejemplo de la enemistad entre hermanos, sufrieron graves maldiciones, enfermedades y muertes en sendos árboles genealógicos. Hijos enfermos, hijos adúlteros, hijas insanas, destierro, persecuciones, hambre, interrumpidos por unos pocos sucesos felices, signaron los años de sus años en la tierra. Puestos a pensar en esa triste realidad, dos hermanos que eran descendientes de la hermana menor -de la que se consideraba justa aún habiendo despreciado a su hermana y dividido la familia de su padre y de su madre violando su único mandato- entendieron que había que intentar sanar ese rencor pasado. Su conclusión fue que debían volver a dialogar con sus hermanos de sangre, pero otra vez la mayoría de sus hermanos, hijos, sobrinos y familiares cercanos se opusieron firmemente bajo la justificación de los pecados pasados y presentes de los prójimos.

Así siguió pasando el tiempo, y las maldiciones y derrotas seguían siendo frecuentes en las dos ramas de la familia -a la vez que las otras familias crecían y se multiplicaban- sin embargo los agravios no cesaron. Los tibios y esporádicos intentos de perdón no prosperaron nunca, y al contrario se subdividieron aún más y más en sí mismas por diferencias internas irreconciliables.

Habían pasado 500 años desde aquel destierro que condenó a la familia a crecer dispersa y desgarrada, cuando a un modesto descendiente de la familia que ya no habitaba con los dos grupos enfrentados, se le ocurrió recordar el expreso pedido de aquellos padres primitivos, y que su abuela le había contado: “…manténganse unidas y ámense siempre como yo las he amado… sobre todo recuerden amarse entrañablemente y pase lo que pase manténganse unidas frente a los extraños”. Miró a su alrededor y sólo recogió excusas y pretextos. Miró un poco más lejos y lo mismo. Lloró amargamente el resto del día, y de los días que vinieron, y así por mucho tiempo.

Pero un día miró su propio corazón y se vio reflejado en la imagen y las palabras que le habían ensañado de ese Padre ya muerto, y se le dibujó en el rostro una mínima sonrisa de esperanza. Su abuela también le había contado la historia acerca del gran día en que volveríamos a ser una familia perfecta en los cielos. En ese instante entendió que la familia no eran esos bandos de egoístas hipócritas que los habían enemistado, sino la sangre que corría por sus venas y la misión trascendente que les había dejado el Padre.

Entonces secó sus lágrimas, sacudió el polvo de su calzado contra los falsos profetas que habían endurecido su corazón contra los íntimos. Esa misma tarde tomó su capa, sus alforjas vacías, creyó en esperanza contra esperanza y salió a hacer camino rodeando la tierra, llevando la clara misión de separar las tinieblas de la luz y sumar a su familia a los que -a pesar de toda esa triste historia de odio- aún fueran capaces de anteponer el amor a la discordia, de sembrar misericordia donde hay juicio y de ser uno como Dios manda.

 

 

Guillermo Dowyer
Publicista, productor de TV, filósofo, cristiano.
Misionero del Movimiento Cristiano Revolucionario, que trabaja para la unificación del pueblo de Jesucristo y mediante Misión América, recorriendo el continente y luchando por la visibilización, el desarrollo y la inclusión los que hermanos y hermanas que sufren en nuestra América Latina.

 

 

 

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Categoria: Arte, CULTURA, DEBATE, Edición 19 | CONVERSANDO LA REFORMA, entrega 3

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