UNA, MULTICOLOR Y POLFACÉTICA

| 2 septiembre, 2013

La iglesia nace diversa y múltiple pero la que nace es una única iglesia, que se expresa en diferentes modos de ser y de dar testimonio de su fe en Cristo. Esta iglesia extendida, por toda la tierra, es un cuerpo que confiesa la fe apostólica como un patrimonio común. Desde su nacimiento ha tenido que ganar identidad propia, primero para distinguirse de la sinagoga, luego, desde muy temprano, para discernir permanentemente entre el evangelio que enseñó Jesús y los apóstoles y otras doctrinas y costumbres que lo desfiguraban.

Ni la liturgia, ni el modo de gobernarse, fueron iguales en todas las iglesias del Nuevo Testamento. Incluso el registro que encontramos en el Libro de los Hechos del Concilio de Jerusalén, que decide sobre tres temas problemáticos, no nos consta que haya sido luego enseñado como tal en las iglesias que fundaba Pablo. Claro que ninguna de ellas contaba con el Libro de los Hechos que Lucas todavía no había escrito, pero tampoco vemos una fuerte aceptación de esas enseñanzas en consejos de Pablo como: “si van a la carnicería, no pregunten nada, por motivos de conciencia”.

El nacimiento de las nuevas iglesias, que llenaron las costas del Mediterráneo y sus mares continentales y luego las provincias interiores, no respondía a algún plan trazado desde una oficina central, más bien respondía a esa mezcla de iniciativas y mandatos apostólicos que lograron que, por ejemplo, desde la joven iglesia de Tesalónica corra la Palabra hacia Macedonia y hacia Acaya. Claro que estas iglesias ya no eran iguales a la de Antioquía que les había dado origen y ésta no era igual a la de Jerusalén, pues según Hechos 13 sus pastores y maestros tenían una mezcla de razas que demuestra ya una variedad que sería insoportable para la iglesia de los doce, a la que le costaba mucho no circuncidar. Es que según Hechos 20 habían sido encomendadas a Dios y a la palabra de su gracia, y la herencia común con todos los santos era una cosa cierta para esa iglesia diversa y dispersa que se sentía llamada “junto con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro” (1 Co. 1:2).

Con los años algunas iglesias, en general correspondientes a ciudades importantes, llegaron a ser muy influyentes; así, Jerusalén, Antioquía, Éfeso, Alejandría, Roma y, bastante más tarde Constantinopla (330 D.C.), se hicieron fuertes. Surgidos de estas iglesias, conocimos pastores excepcionales que tuvieron gran protagonismo y predicamento en la iglesia grande, la de todos. Policarpo de Esmirna, Ireneo, Ignacio de Antioquía, Clemente romano, Tertuliano, Justino y Cipriano de Cartago son algunos de esos pastores que desde el Medio Oriente al África y luego Europa hicieron oír el evangelio y cuidaron de la iglesia. Les ha tocado a ellos y sus iglesias tener el enorme cuidado de reconocer entre todos los escritos que circulaban cuáles eran aquellos que el Espíritu había inspirado para testimonio permanente de la Palabra de Dios, y así recibimos nosotros el Nuevo Testamento.

El siglo sexto, con el nacimiento del islam y su expansión inmediata, debilitó enormemente las iglesias de África y Medio Oriente y se fue extendiendo hasta Asia Menor (hoy Turquía) finalizando su conquista en 1453 con la Caída de Constantinopla. Una a una fueron cayendo las ciudades: Alejandría, Jerusalén, Antioquía, Éfeso y por fin Constantinopla, sólo quedó fuera Roma, que concentró el poder de occidente. Pero toda esa variedad de iglesias y de formas no desapareció, ni quedó en el olvido, ni se rindió. La historia nos dice que no se rindió frente al islam ni frente a Roma que reclamaba ser la única, la preeminente sobre todas. Porque desde la creación se nos enseña que según su género y según su especie la vida debe multiplicarse. Parece sencillo, pero nuestro afán de control hace que intentemos suprimir aquello que se nos escapa y no podemos dirigir a gusto y queremos extender nuestra jurisdicción sobre todos.

La iglesia, la una, la que se expresa, se gobierna, se reproduce y sigue viva, corresponde a la creación de Dios y, en lugar de ser monolítica, idéntica en todas partes, fácil de domesticar, sigue multicolor y polifacética. Siempre aparecen liturgias, estilos de culto, gobiernos, modelos y modas que parecen ahogarla, pero el Espíritu que la creó y le dio vida, el que no la deja huérfana jamás, sigue soplando, y con su aliento renueva la cara de la creación.

Según el dicho popular, “las aves de similar plumaje se juntan en bandada” y nuestra intención es presentar esta unidad y diversidad de la iglesia como un bien deseable, un don que merece aprovecharse. Sabemos de muchos intentos de unidad que llevan al cautiverio y también sabemos de muchas soledades que son tiranía y pobreza. Por eso vamos a compartir artículos que nos ayuden a encontrarnos en la foto aunque nos parezca que a esa fiesta no fuimos nunca. Descubrirnos herederos del pueblo de Dios en sus muchas formas puede enriquecernos y ser fuente de consuelo.

 

Julio Cesar López
Pastor en Belgrano
Iglesia Presbiteriana San Andrés

 

 

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Categoria: Edición 6 | Iglesia unida y diversa, Editorial, entrega 1

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