TRAIDORES, COMPLICES O PROFETAS
Fragmento de “Los obispos latinoamericanos”
Presentamos esta reflexión del obispo metodista Federico Pagura, quien hace pocas semanas partió con el Señor.
Este texto es un llamado a los obispos católicos para un tiempo pasado en nuestra América Latina, pero lo publicamos para provocar la doble reflexión:
- ¿A cambiado la realidad de nuestro pueblo a lo largo de las décadas?
- Aquél mensaje para los obispos católicos, ¿nos alcanza hoy a los pastores evangélicos con la misma intensidad?
El crecimiento numérico de la Iglesia Evangélica en Latinoamérica produce un aumento de su influencia en la sociedad y esto implica una responsabilidad ineludible.
La Redacción
…¿No es esa la triste función que centenares de obispos latinoamericanos están cumpliendo en esta hora de despertar y de estremecimiento que vive nuestra América, eludiendo el enfrentamiento honesto de los grandes problemas de nuestros pueblos y de nuestras Iglesias, viviendo de la añoranza de una etapa idílica de un pasado que nunca existió, o predicando una falsa paz, que como bien ha dicho Dom Helder Cámara “se parece a las chacras cenagosas bajo la luna”?
Un joven poeta costarricense, Alfonso Chase, los ha descrito muy cruda e irónicamente en la figura del arzobispo de una de las capitales centroamericanas, a través de un poema que ha titulado “Monólogo de un obispo que vive dentro de un túnel”, y que parcialmente dice así:
“Dichosos nosotros para quien han sido creados los pobres,
esos seres resignados por los cuales fueron hecha la caridad
las buenas obras
y la resurrección de los cuerpos,
Dichosos nosotros los salvados,
los que entre las cuentas del rosario
repasamos al tiempo
y entre oraciones y sacrificios y pésames
celebramos el Advenimiento
con vino
y la muerte Divina
con sardinas
y hacemos de la Cuaresma una participación popular.
Dichosos nosotros: bendiciendo matrimonios
Cañerías, bancos o fábricas
y radiopatrullas
y metralletas
……
Dichosos nosotros
los amigos de los ejecutivos y los profesionales,
los consejeros de las damas ricas,
proponiendo fiestas benéficas,
aconsejando a los banqueros moribundos,
extendiendo el territorio de nuestras palabras
desde el púlpito
y celebrando en silencio el triunfo del orden
y las bayonetas
en lugares lejanos.
…..
Bendita sea mi soledad,
mi alejamiento voluntario del mundo,
el silencio que transcurre por mi limpio palacio;
la agilidad de mis secretarias para ocultarme
las noticias dolorosas
y la diligencia de las autoridades para desalojar
a los precaristas
instalados en mis fincas.
Y benditas sean la paz y el orden establecido
y la mansedumbre de nuestros hermanos en el Señor
para que hagan oídos sordos
a los rumores de revueltas
y revoluciones
y lean cada día partes de algún libro piadoso
y desconfíen de afiliarse
a la Juventud Obrera Cristiana
o la Juventud Universitaria Católica
porque se encuentran infiltradas de subversión
y han retirado de sus locales las imágenes divinas
para sustituirlas por carteles vistosos,
cuyas leyendas no me atrevo a decir…
…..
Y bendita sea la serenidad de mis sermones
y mi paciencia
y la pálida sencillez
de mis apariciones en público:
siempre junto al Presidente o el Ministro
o el Embajador,
gente de buen gusto y juicioso pensar
comprensivos y paternales
como algún nuevo apóstol.”
¿Por cuánto tiempo más América Latina permitirá que sus obispos vivan en túneles o en castillos (que son la misma cosa), mientras en las calles, las montañas y en las cárceles corre la sangre de los modernos mártires de la causa de la verdadera paz, que sólo puede florecer donde hay justicia?
América Latina, sueño dorado de generaciones de inmigrantes de siglos pasados, se presenta hoy ante el mundo como un valle de esperanzas frustradas y de vidas aplastadas y aniquiladas, brutal o solapadamente… Debemos admitir que estamos lejos de haber interpretado y obedecido el significado pleno del mensaje evangélico para nuestro continente.
Es ese descubrimiento doloroso que muchos estamos haciendo, después de haber tenido que rendir ante el Evangelio, y ante las evidencias de la historia, mil y una defensas en que habíamos logrado atrincherarnos, lo que llevó a Salvador Freixedo, de Puerto Rico, a escribir ese penoso testimonio que tituló “Mi Iglesia duerme” (1968). Allí, él nos dice, entre otras páginas candentes:
“Más de dos mil millones de hombres no quieren oír hablar de Cristo, porque los cristianos, con nuestros sistemas criminales y nuestras vidas concretas, hemos desacreditado nuestra doctrina… ¡Qué bien nos podría repetir San Pablo: ‘el nombre de Cristo es blasfemado por vuestra causa’!
Este pueblo de Dios, extendido por toda la tierra, no ha comprendido que había de ser el fermento de santidad en las naciones en las que se halle inserto. No ha sabido reprimirse y ha aullado con los lobos, ha balado con los corderos, ha bendecido las ramas de los césares, se ha aprovechado del “cochino dinero” fruto de esclavitudes económicas y sociales, ha edificado teologías para justificar el acaparamiento de tierras y de bienes, ha divinizado la propiedad. Se ha puesto al mismo nivel ambiguo, por no decir más, de las “autoridades civiles y militares”, satisfecho de llevar condecoraciones, galones y cintajos que le ataban cual cadenas a un mundo pervertido.”
Y en otro pasaje añade:
“Cuando uno constata que el hambre oculta afecta a cerca de dos mil millones de seres (más de la mitad de la humanidad); cuando uno constata que el 16% de los hombres (cristianos en su mayoría), acaparan el 70% de las riquezas, y el 85% de los ingresos mundiales; cuando uno se entera por estadísticas serias que la miseria mata 30.000 niños cada día; que de todos los niños que nacen en nuestro planeta sólo uno de cada tres llegará a la pubertad; que cada año, de 30 a 40 millones de hombres mueren a consecuencia de la desnutrición, o sea en un año cuatro veces más que en todas las hecatombes de la primera guerra mundial, y tantos como en los diversos campos de batalla de 1939 a 1946; si uno tiene un mínimo de sensibilidad, si uno conserva algo de un cristianismo auténtico, no puede menos que pararse a reflexionar, para llegar a la conclusión de que algo anda terriblemente mal en nuestra sociedad. De que, como dijo Juan XXIII, llegará el día en que los miserables tomarán por la violencia lo que no les hemos querido dar de buena gana. Y no como regalo, sino porque en realidad les pertenecía tanto como a nosotros. O como dijo el famoso Dom Helder, arzobispo de Recife: “Si no damos ahora los anillos que nos sobran, puede que llegue el día en que nos corten los dedos.”
Frente a este angustioso panorama, después de 20 siglos de prédica evangélica, los obispos cristianos no pueden seguir cerrando los ojos a esa realidad. En medio de una generación que ha comenzado a cuestionarse –con toda razón– la validez del Evangelio y la autenticidad de los cristianos, llamados a constituirse en testigos y actores de la Verdad. Llamados a ser atalayas insobornables del Orden de Dios que hoy parece más que nunca poner al descubierto el desorden de los hombres. Sobre todo, por su preparación, por su ubicación en la Iglesia y en la sociedad, ellos tienen acceso a verdades e informaciones, que generalmente suelen estar vedadas a la mayor parte del pueblo. Por consiguiente no tienen excusa. Su deber es buscar la verdad donde se encuentre, y luego sacarla a la luz para esclarecimiento de los débiles e indefensos de la sociedad y para juicio de los poderosos y perversos que han hecho de esta tierra su finca privada y de sus semejantes, objetos de explotación. Si los obispos, los sacerdotes, los pastores y los dirigentes cristianos del mundo, y en particular de nuestro continente, se dejan manipular por los medios masivos de comunicación, astutamente manejados por los sectores privilegiados de nuestros pueblos; o se dejan comprar y amordazar por los poderosos que hoy con todo descaro tuercen el derecho de los pobres, y luego van a sentarse cómodamente en el parlamento de las Naciones Unidas o de la OEA a declamar sus huecas alabanzas a la democracia, a la dignidad humana, a la libertad o a la justicia, se harán pasivos del mismo juicio que el profeta Ezequiel pronunció sobre los líderes políticos y religiosos de su día:
“Sus jefes, en medio de la ciudad, son como lobos que desgarran su presa, que derraman sangre, matando a las personas para robar sus bienes. Y sus profetas han ocultado sus crímenes bajo sus vanas visiones y sus presagios mentirosos, diciendo ‘Así dice el Señor Jahvéh’, cuando Jahvéh no había hablado.” (Ezequiel 22: 27-28)
Si callamos en esta hora, la sangre de un continente mártir caerá sobre nosotros. Y el Dios a quien invocábamos en nuestras liturgias como nuestro baluarte y nuestro escudo, se nos volverá nuestro enemigo y nuestro juez implacable al decirnos “¡Jamás os conocí: apartaos de mí, agentes de iniquidad!” (Mateo 7:23)
Federico Pagura
Obispo Emérito
Iglesia Metodista Argentina
Obispo en Costa Rica y Panamá (1969-1973)
Obispo en Argentina (1977-1989)
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Categoria: Edición 17 | Lealtades, entrega 7, SOCIEDAD, Sociología