¿QUÉ SIGNIFICA SER IGLESIA DE CRISTO AQUÍ, HOY | 1

LA IGLESIA EN EL MUNDO | La nueva situación.*

Fiel a su estilo de preguntas que provocan la reflexión, don José Míguez Bonino pronunció en la Conferencia Anual Metodista hace medio siglo, una serie de mensajes sobre el significado de ser Iglesia en nuestro tiempo y en nuestra tierra que impactan por su actualidad.

LA IGLESIA EN EL MUNDO | La nueva situación –el primero de ellos– sin duda conmovería cualquier asamblea o conferencia de las iglesias del siglo XXI.

La comprensión de lo que significa ser Iglesia de Cristo en el mundo, no un mundo abstracto sino el nuestro, hoy, es a la vez un problema teológico y práctico de primera magnitud y de incalculables consecuencias. Esta es, pues, la pregunta que guiará nuestra meditación.

Pero tampoco podremos, ni debemos, intentar un estudio teológico sobre este tema. No es ahora la oportunidad de hacerlo. Deseo simplemente tomar algunos pasajes bíblicos, a modo de “parábolas” de nuestra situación, en la confianza que el Espíritu del Señor emplee estos pasajes para ayudarnos a comprender –no en forma puramente intelectual, sino de manera concreta y viviente– lo que significa ser Iglesia de Jesucristo hoy, en este país nuestro.

LA IGLESIA EN EL MUNDO | La Nueva Situación
Efesios 2:11-19 (1); 1a de Corintios 9:18-23 (2)

Desde la muralla china hasta el muro de Berlín, el hombre se ha manifestado siempre como gran constructor de paredes. Una muralla ofrece seguridad; tras ella podemos protegernos: los enemigos no pueden entrar. Nos permite hacer una clara distinción entre los de afuera y los de dentro. En el nuevo “oeste” norteamericano –donde se gestaron tantas de nuestras modalidades– era la vía del tren o la “calle larga” la que dividía al pueblo en la mitad decente –la de la iglesia– y la dudosa –la del “bar” o del “salón”–. Hasta tal punto que aún hoy una persona de dudoso origen puede catalogase como “del lado malo de las vías”.

La mentalidad de la muralla es, sin duda, la que ha moldeado a nuestras iglesias y a nosotros mismos. Toda nuestra vida evangélica está concebida en términos del “muro”. Constantemente hablamos de “los de afuera”. Nos alegramos cuando en un culto hay “de afuera”. Más de un evangélico activo nos confiesa que él vive “para la iglesia” y que “casi no tiene amigos “de afuera”. Incluso cuando queremos mostrar nuestra liberalidad y progresismo, proclamamos que “hay que salir afuera”, o que hay que ocuparse de “los de afuera”. Habría que preguntarse hasta qué punto nuestro “complejo edilicio” brota de la misma raíz. Nos parece que no podemos hacer nada, que no hay iglesia si no hemos construido una casa, si no hemos levantado paredes, si no hemos podido cercar un lugar “dentro” del cual funcione la iglesia y al que podemos entonces invitar a los de “afuera”. Las paredes nos aseguran un lugar, nos confirman que estamos “ubicados”, nos dan “seguridad”. Este es el lugar donde nosotros mandamos, donde el mundo no puede interferir.

Esta mentalidad es la mentalidad judía con la que Pablo se confronta, la tradición que ha heredado que se forjó en Israel después del destierro, cuando Israel reinició su vida precaria en un mundo hostil: La ley de Moisés les parece un seguro refugio, una clara distinción, y por eso los rabinos se esfuerzan en elaborar cuidadosamente los mandamientos para “construir una cerca en torno a la ley”. Esdras construye “una muralla” en torno a la nueva ciudad de Jerusalem. Y en el templo hay un muro que separa el patio “de las mujeres y los gentiles” del recinto abierto sólo a “los de adentro”. Quien lo traspase –anuncia un cartel– ¡incurre en pena de muerte! Sin duda, los judíos hacen prosélitos, es decir se aproximan a algunos “gentiles” (de afuera) para hacerlos entrar en la muralla de la ley.

Pablo desafía de un solo golpe toda esta mentalidad de la muralla. No discute su origen ni su justificación pasada. Simplemente anuncia un hecho: “Cristo ha derribado el muro”. Ya no hay “dentro” o “fuera” porque no hay pared separatoria. Todos tienen el mismo libre acceso al Santísimo. El “lugar santo” es Jesucristo, que murió y resucitó por todos los hombres. Ya no hay “goyim”, a los gentiles, los que tienen que quedar allende el muro: Toda la humanidad es hecha pueblo de Dios; un pueblo, subraya Pablo. Este es el punto de partida del gran combate del Apóstol por la libertad y la universalidad del Evangelio.

Pero alguien se preguntará: “¿Y la Iglesia?”, “¿No es ésta una nueva distinción, un nuevo “muro”? Aquí reside, precisamente, la novedad, no en vano la Epístola a los Efesios, que proclama la caída del muro es la que con mayor exaltación habla de la Iglesia. Aquí reside la novedad que los cristianos de entonces y de ahora nos empeñamos en desconocer o negar. La Iglesia no es una nueva muralla, un nuevo recinto: es una “congregación”, una “asamblea” a la que todos somos convocados en medio del mundo, en la humanidad, a campo abierto: en el salón de discusiones de Tirano en Efeso, en el Areópago de Atenas, en el mercado de Corinto o en la cárcel de Filipos, allí donde la gente se reúne para sus menesteres seculares y ordinarios.

La Epístola a los Hebreos lo expresa con particular vigor: Cristo, nuestro Capitán, sufrió la muerte “afuera”, del otro lado del muro de la Ciudad Santa, a campo abierto. “Salgamos, pues, a su encuentro, fuera del cuartel” (Hebreos 13:12-13). Allí, fuera del campamento protegido, a campo raso, está quien nos convoca. Ser iglesia es reunirse en torno a Él allí afuera, a pleno mundo. Pertenecer a Cristo es abandonar toda seguridad, a vivir fuera de toda fortaleza. La conversión a Cristo nos coloca de inmediato en campo abierto, nos hace hombres públicos.

Sobre la base de este hecho definitivo Pablo libra el gran combate –nuestro combate, y gana la gran libertad– nuestra liberación como gentiles.

La iglesia cristiana nace, en efecto, como una secta judía. Así es considerada por todos y así, en cierta medida, se concibe a sí misma. La iglesia de Jerusalem observa el culto del templo. Las horas fijas de oración de la jornada judía, las leyes rituales de limpieza, la circuncisión. Pablo es judío y no tiene a menos todas estas “ordenanzas” y “preceptos” que considera dados por Dios. Los observa y los respeta. Pero ahora el Evangelio desborda el mundo judío y penetra en el gentil. Aquí hay otras virtudes y otros vicios, otras festividades y otras costumbres, otro vocabulario y otra mentalidad. ¿Tiene un gentil que hacerse judío para ser de Cristo? ¿Tiene que abandonar lo suyo y aceptar la tradición, la cultura, los usos y la mentalidad judíos?

Esto es lo que muchos sostienen: no se puede ser gentil y judío al mismo tiempo: Para ser cristiano hay que dejar de ser gentil y “judaizarse”. Pablo responde con un rotundo ¡no! ¡Ya no hay más murallas! La gracia de Dios iguala a los hombres: sin ley o con ley, judíos o gentiles, todos son pecadores reconciliados por Jesucristo. Basta observar las epístolas de Pablo a las Iglesias “gentiles” para ver en acción esta convicción. El vocabulario es distinto; hay otras exhortaciones, otro tono; se transparenta otra organización eclesiástica. No hablan tanto de la ley como de la conciencia, no combaten tanto el legalismo como la impureza. Trátese de judíos (Gálatas, parte de Romanos) o de gentiles (1y 2 Corintios, Efesios, Colosenses), Cristo es el centro: No hay ya murallas, sólo hay un centro viviente y dinámico: el Cristo resucitado que marcha por el mundo convocando a los hombres a vivir en la nueva humanidad que Él inauguró.

Tal vez comenzaremos aquí a descubrir la raíz de nuestros problemas y el camino de las soluciones. Somos protestantes, con una tradición que se plasmó en la Europa nórdica del siglo XVI; provenimos del movimiento metodista, en su versión norteamericana. Cada una de estas características –origen protestante, anglosajón, metodista, norteamericano, de un siglo atrás– es un don de Dios, la memoria de una misericordiosa “visita” de Dios a su pueblo para purificarlo, despertarlo, urgirlo, enviarlo. ¡Pero son también murallas erigidas por los hombres, tras las cuales nos place protegernos! ¿Tenemos que hacer entrar a la gente dentro de nuestras murallas para que reciban el Evangelio? ¿Es necesario que adopten una mentalidad nord- europea, una tradición anglosajona, valores de la frontera norteamericana del siglo pasado para ser “evangélicos”? ¿O podemos confiadamente llamarlos en “su mundo” y formar con ellos el pueblo de Dios allí donde ellos están- en su realidad, afuera, a pleno campo y al sol? Se trate de estructuras, de unidad, de ministerio o de diálogo, ¡ese es el problema! El muro ha caído y todo un intento de crear nuevos muros es una empresa satánica… aunque se la emprenda en el nombre de Dios!

¿Significa esto que queda abolida toda distinción entre la comunidad evangélica y el mundo? De ninguna manera. Pero es sólo aquella distinción que Jesucristo mismo establece, no nuestras tradiciones protestantes, nuestras costumbres anglosajonas o nuestra organización metodista. Y Jesucristo está presente allí, afuera, en la realidad del mundo, como el Reconciliador, como el que constantemente derriba barreras.

De allí la indiscutible solidaridad de la Iglesia con el mundo, con este mundo secularizado, indiferente, convulsionado, escéptico o airado en que nos toca vivir. La Iglesia no es espectador desinteresado. Ni está llamada para ser juez. No se la ha puesto para que deplore y se queje de que la gente no le presta atención, que no entran a nuestra casa. No tiene porqué lamentar la libertad del hombre que explora el espacio y domina el universo. No ha de amenazar a quienes han emprendido el camino hacia la posesión del cosmos por el hombre, acusándolos de haber “ultrapasado los límites humanos”. No ha de tratar de poner barreras a la búsqueda revolucionaria de libertad y justicia, de paz y dignidad. El mundo ha sido reconciliado con Dios: Cristo es el Señor que opera en la historia humana, las barreras nuestras no lo son para Él: De allí la solidaridad de la Iglesia con el mundo. Y de allí nuestra vocación.

¡Demasiado hemos tratado de salvar al mundo desde afuera, por un método que no es el de Cristo!

Pero no se trata solamente de una actitud general, de una manifestación declamatoria de solidaridad y buena voluntad: Nuestra misión no se cumple hasta que hallamos las formas concretas de realizar esa solidaridad en el pensamiento, la acción, en el ministerio, en la estructura, incluso en el sufrimiento de la Iglesia. Es allí donde somos llamados a manifestar que efectivamente somos solidarios con nuestro mundo, que ¡queremos ser de veras Iglesia de Jesucristo allí afuera! Hay aquí preguntas que debemos considerar con franqueza y en espíritu de confesión:

¿Nos dirigimos en nuestra evangelización al hombre argentino real con su inseguridad, con su aparente jactancia, con su temor al ridículo, con su desconfianza y sus enormes aspiraciones, con su angustia por aparentar ser lo que cree que debe ser y su esfuerzo por ocultarse a sí mismo lo que es? ¿O pretendemos que el hombre adquiera primero las preocupaciones que nosotros consideramos importantes, para después dirigirnos a él?

¿Creemos que nuestro culto intelectualizado, que requiere la capacidad de soportar y comprender un sermón de media hora es la manera de dirigirnos a nuestro pueblo y de permitirle al hombre real de nuestra tierra expresar ante Dios lo que es, lo que siente y lo que ama, lo que ansía y lo que teme?

¿Pretendemos que la vida del cristiano se distinga por las virtudes privadas del siglo XVII en Inglaterra y terminamos así confirmando a nuestra gente en el egoísmo, la envidia, la maledicencia, la mezquindad a la que ya están demasiado inclinados, en lugar de desafiarlos a salir de sí con libertad y con gozo, con una sana despreocupación por sí mismos y su respetabilidad?

¿Pretendemos reproducir en la ciudad moderna las horas, las formas de reuniones los programas nacidos en una sociedad rural o en las iglesias de los suburbios opulentos de las grandes urbes norteamericanas?

¿Pretendemos que la gente adhiera y se conciba a sí misma en nuestra sociedad –ya dividida y sectorizada, enemistada e incomunicada– en términos de las divisiones nacidas en otra historia e institucionalizadas en otras circunstancias (metodistas, bautistas, valdenses, luteranos de tal o cual región, tales del sur y cuáles del norte: de otro sur y de otro norte que el nuestro)?

¿Hemos pensado la estructura de nuestra Iglesia en términos de las distancias, de las agrupaciones humanas, de la forma de vida de nuestros países o nos hemos conformado con reproducir las que habían surgido en otra geografía física y humana muy diversa de la nuestra?

¿Estamos organizados institucional y financieramente, ediliciamente y en nuestro ministerio en términos de nuestro número y de las posibilidades humanas y económicas de nuestra membresía y de nuestros países o desangramos anímica y económicamente a nuestras congregaciones en el esfuerzo por desplegar los recursos, el personal y las instituciones y montar y mantener los programas creados para membresías de millones en una sociedad opulenta?

¡Tal vez he entrado en demasiados detalles “prosaicos”, y alguno podrá pensar que todo esto no corresponde a una meditación “devocional”, pero ¿qué es devoción sino la propia entrega a Dios en Cristo, en la totalidad de nuestro ser y de nuestras circunstancias? ¿No es esto lo que significa “hacernos libres a los libres y esclavo a los esclavos, griego a los griegos y judío a los judíos”? ¿No es en estas cosas concretas donde hemos de hacer eficaz y directa esa solidaridad con nuestra sociedad y con el hombre argentino –como el amor de Dios se hizo concreto en las bodas de Caná y en el cortejo de la viuda de Naín, en el banquete de Simón y en la casa de Zaqueo, en el barco de pescador de Pedro y en el patio del palacio de Pilato– y sobre todo en la colina, fuera de la ciudad, donde se ajusticiaba a los reos y en la tumba de José de Arimatea?

Mensaje del Dr. José Míguez Bonino en la 74a Conferencia Anual de la Iglesia Metodista en 1966.

Efesios 2.11.19 (RV1960)
2:11 Por tanto, acordaos de que en otro tiempo vosotros, los gentiles en cuanto a la carne, erais llamados incircuncisión por la llamada circuncisión hecha con mano en la carne.

2:12 En aquel tiempo estabais sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. 2:13 Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo.

2:14 Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, 2:15 aboliendo en su carne las enemistades, la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre, haciendo la paz, 2:16 y mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en ella las enemistades.

2:17 Y vino y anunció las buenas nuevas de paz a vosotros que estabais lejos, y a los que estaban cerca; 2:18 porque por medio de él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre.

2:19 Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios,

1a de Corintios 9.18-23 (RV1960)

9:18 ¿Cuál, pues, es mi galardón? Que predicando el evangelio, presente gratuitamente el evangelio de Cristo, para no abusar de mi derecho en el evangelio.

9:19 Por lo cual, siendo libre de todos, me he hecho siervo de todos para ganar a mayor número.

9:20 Me he hecho a los judíos como judío, para ganar a los judíos; a los que están sujetos a la ley (aunque yo no esté sujeto a la ley) como sujeto a la ley, para ganar a los que están sujetos a la ley; 9:21 a los que están sin ley, como si yo estuviera sin ley (no estando yo sin ley de Dios, sino bajo la ley de Cristo), para ganar a los que están sin ley. 9:22 Me he hecho débil a los débiles, para ganar a los débiles; a todos me he hecho de todo, para que de todos modos salve a algunos.

9:23 Y esto hago por causa del evangelio, para hacerme copartícipe de él.

*Nota publicada en nuestra revista el 02 de Marzo de 2015

José Míguez Bonino
Pastor Metodista
Teólogo
Doctor en Teología
Graduado en la Facultad Evangélica de Teología, Candler School of Theology de Atlanta y en el Union Theological Seminary de Nueva York
Profesor de Teología sistemática
Director de la Facultad Evangélica de Teología (hoy ISEDET)
Único observador protestante latinoamericano en el Concilio Vaticano II
Miembro del Jurado Internacional del Premio Nuremberg por la Paz y los Derechos Humanos Miembro del Movimiento Ecuménico de la Comisión de Fe y Doctrina del CMI
Presidente del Concilio Mundial de Iglesias
Secretario ejecutivo de la Asociación Sudamericana de Instituciones Teológicas Constituyente (sin filiación partidaria) para la Reforma Constitucional Argentina, 1994

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Categoria: Eclesiología, Edición 24 | Fortalezas y Debilidades, entrega 4

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