IGLESIA Y SOCIEDAD | ¿Cuál es la relación correcta?
¿Cómo plantear la relación entre Iglesia y Sociedad? ¿Cómo se ha planteado en la historia del cristianismo? ¿Cómo debemos plantearla hoy?
Así como H. Richard Niebuhr en su notable obra Cristo y la cultura presentaba cinco tipos o modelos de relaciones entre ambas realidades, pretendemos ahora mostrar, a grandes rasgos, tres modelos diferentes en la relación Iglesia y Sociedad.
Un primer modelo es: la Iglesia contra la sociedad. Este modelo sigue, consciente o inconscientemente, lo que Tertuliano preguntaba: “¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén? ¿La Academia con la Iglesia? El teólogo de Cartago pretendía aislar a la Academia (¡que en este caso no era Racing Club!) cuna de la filosofía de la fe que profesaba la Iglesia. Trasladando ese planteo al tema que nos ocupa, muchos cristianos y cristianas a través de los tiempos han enfocado el tema del mismo modo. Siempre en términos de antagonismo y, muchas veces, de lucha: Debemos luchar contra el mundo, entendido éste casi unilateralmente como “lo malo”, “lo diabólico”, “lo pecaminoso”, olvidando que si bien el Nuevo Testamento se refiere al mundo (cosmos) en ese sentido peyorativo como cuando dice: “No améis al mundo” o “el mundo entero está bajo el maligno”, también dice: “De tal manera amó Dios al mundo” (Juan 3.16). En este caso es imposible soslayar la pregunta: “¿A qué mundo ama Dios?” Como el texto dice “para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna”, entonces es posible pensar que se trata del “mundo humanidad” de los seres humanos creados a su imagen, a quienes Dios ama y les ofrece salvación y vida abundante en Jesucristo. Y el conjunto de seres humanos en una ciudad o país determinado conforma esa “sociedad” a la cual debemos amar. Por lo tanto, poner en yuxtaposición a la Iglesia y la sociedad es lo más contrario a la intención salvadora de Dios en Cristo.
Otro planteo es el de la Iglesia absorbida por la sociedad. En este modelo, la Iglesia se asimila tanto a la sociedad que termina por ser absorbida o subsumida por ella. Lo que está de moda es recibido por la Iglesia e incorporado a su discurso. Un ejemplo de esto, pese a que mi postura pueda ofender a algunos, lo cual no es mi intención, es la llamada “teología de la prosperidad”. Una especie de lotería celestial para quienes apuestan a una vida feliz y de realizaciones personales. Se promete algo así como “la llave del éxito”, “la clave de la felicidad”, “el secreto para ser rico”, y perspectivas de ese estilo. Y uno se pregunta: ¿tiene esto algo que ver con el Evangelio? ¿Tiene algo que ver con el discipulado, muchas veces riesgoso, al que Jesús invita en el Evangelio? ¿Cómo se compatibiliza eso con negarse a sí mismo, tomar la cruz y seguirlo? ¿De qué modo se puede afirmar que “Jesús era rico” cuando él mismo decía que no tenía donde reclinar su cabeza? (Lucas 9.58). Una iglesia que sigue una moda determinada termina con un discurso parecido a las “terapias alternativas” o las recetas de un gurú de turno.
Lo mismo podría decirse de la Iglesia que se mimetiza tanto con una ideología determinada. Termina sin voz profética para indicar las deficiencias de un gobierno de turno. Uno u otro modelo terminan por fagocitar a la Iglesia, la cual ya no tiene voz distinguible en la sociedad, ya no hay alteridad, todo es lo mismo. Karl Barth advertía sobre ese peligro en estos términos: “La Iglesia tiene que seguir siendo Iglesia. Tiene que conformarse con su existencia como círculo interior del reino de Cristo. La comunidad tiene una tarea, de la que no le puede aliviar a la comunidad civil y a la que, por su parte, nunca puede dedicarse en la forma en que la comunidad civil se dedica a la suya.” (Comunidad cristiana y comunidad civil, Madrid-Barcelona: Marova-Fontanella, 1976, p. 93). Cuando la Iglesia se amolda a cierta moda del momento o a cierta ideología circunstancial, termina reeditando las palabras de Discépolo: “todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor” y vemos “llorar la Biblia junto a un calefón.”
Un tercer modelo podríamos denominarlo Iglesia y sociedad: en tensión. En este modelo se distingue la Iglesia de la sociedad pero no se hace de ellos ni una separación drástica ni una amalgama que termina con las diferencias. La Iglesia tiene una misión que es la de proclamar el Evangelio y desarrollar una acción social inspirada en él y en el modelo de Jesús de Nazaret, quien “vivió haciendo bienes”. La acción social de la Iglesia debe estar orientada en el Reino de Dios y su justicia. Por supuesto que el Reino de Dios opera en el mundo a través de mediaciones, entre las cuales se destaca a la Iglesia. Pero ese no es el único instrumento que Dios usa, ya que Él como soberano de todas las esferas puede actuar mediante gente que ni siquiera pertenece a Su pueblo. El testimonio bíblico es abundante en ese sentido. Sólo para ilustrar, recordemos las palabras de Dios por medio de Isaías: “Así dice Jehová a su ungido, a Ciro”. (Isaías 45.1). ¡Un rey pagano que es utilizado por Dios para traer a Judá de nuevo a su tierra! Pero el hecho de que Dios escoja a un pagano para hacer Su voluntad no nos obliga a aceptar todo lo que ese imperio represente en términos de injusticia, corrupción o desprotección a los débiles.
El Reino de Dios es tanto el marco teórico de la misión de la Iglesia como también el parámetro para identificar su acción en la sociedad y en el mundo. Pero, hasta que Jesucristo vuelva, seguirá siendo siempre una meta o utopía que está más allá de nuestros cálculos y posibilidades. Como bien decía José Míguez Bonino: “El reino de Dios no es un objeto a conocer sino un llamado, una convocación, una presión que impulsa.” (“El Reino de Dios y la historia” en C. René Padilla, El Reino de Dios y América Latina, El Paso: CBP, 1975, pp. 84-85).
El Reino es de Dios, lo cual significa que su contenido, sus valores y su poder vienen de Dios. Por lo tanto, nunca se puede identificar plenamente con proyectos humanos. Aunque, por supuesto, esos proyectos humanos, en términos de ideologías socio-políticas, estén más o menos en línea con el Reino. El Reino, en palabras de San Pablo, no consiste en comida o bebida sino en “justicia, paz y alegría en el Espíritu” (Romanos 14.17).
¿Por qué planteamos que el tercer modelo es “en tensión”? Muy simple: todas las relaciones humanas son conflictivas. Eso se percibe en las relaciones interpersonales más íntimas, como lo es el matrimonio. Las relaciones laborales que implican vínculos entre patrones y obreros o empleados, no están carentes de tensiones. Trasladado eso al plano macro, como son las relaciones entre Iglesia y sociedad, no hay que hacerse la ilusión de que sus vínculos sean fáciles y armoniosos. Siempre va a asomar el conflicto, que se da, inclusive, al interior de la misma Iglesia. Por lo tanto, asumiendo el conflicto como parte constitutiva de nuestra realidad, debemos reconocer entonces que se pueden producir tensiones entre la sociedad como un todo y la Iglesia como una sociedad más pequeña que, además, forma parte también de la sociedad. La Iglesia debe colaborar con la sociedad en todo aquello que propenda la justicia, la paz y la armonía.
En síntesis: como Iglesia de Cristo estamos llamados a vivir en medio de las tensiones y contradicciones de la historia. En palabras de Walter Rauschenbush: “necesitamos lograr una combinación entre la fe de Jesús con las necesidades y posibilidades del Reino de Dios, y la moderna comprensión del desarrollo orgánico de la sociedad humana.” (Christianity and the Social Crisis, Louisville: Westminster Press, 1991, p. 91). En ello consiste el desafío para la Iglesia en sus relaciones con la sociedad humana.
Dr. Alberto F. Roldán
Doctor en Teología (Instituto Universitario Isedet)
Master en Ciencias Sociales y Humanidades (Universidad Nacional de Quilmes)
Maestría en Educación (Universidad del Salvador en Buenos Aires)
Escritor y conferencista internacional
Pastor de la Iglesia Presbiteriana San Andrés
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Categoria: BIBLIA, Edición 4 | Iglesia y Sociedad, entrega 4, Teología